En estos días cuando tenemos a Argentina en la punta de la lengua, no por las buenas sino por las malas razones, consuela recordar que en la misma ciudad donde brotaría la hidra del peronismo, un día como este, hace 120 años, nació un genio de literatura: Jorge Luis Borges.
Como el otro tema que disputa los titulares por las malas razones es la política imperial de Donald Trump, cabe un dato que equilibra el panorama: en julio de ese mismo año de 1899 nacía en Estados Unidos otro genio de la literatura, que iba a llevar una vida aventurera y rimbombante opuesta a la del argentino cerebral, ensimismado, frágil y ciego. Me refiero a Ernest Hemingway, quien llegó a ganar el Nobel que nunca le dieron a Borges por razones políticas y que fue una pérdida para el Nobel, no para Borges.
Formado en el periodismo, Hemingway era un escritor sediento de acción (y de alcohol) que encarnaba los rasgos positivos y negativos de un imperio en plena expansión. Sentía una oscura fascinación por la muerte: era cazador, le gustaban los toros, las mujeres ricas, la guerra y el show mediático. Por eso, alguien como Trump solo pudo haber nacido en el mismo país que produjo a un tipo tan avasallador y pagado de sí mismo como Hemingway; claro que sin su talento literario ni su cultura ni la vocación antifascista, sino, al contrario, imbuido de un imperio que empieza a ser devorado por sus propios fantasmas.
Hace rato que la refinada figura de Borges es usada para diferenciar a una supuesta Argentina culta y decente, de esos cabecitas negras cuyos líderes han sido, casi todos, corruptos y oportunistas. Pues no: recurriendo al cliché, Borges y Evita son las dos caras de la misma moneda; de hecho, cuando él publicó los cuentos perfectos de ‘El Aleph’, ella también estaba en la cumbre de su gloria. Tanto el uno como la otra solo podían ser argentinos, se necesitaban, eran producto de esa tensión.
Si mal no recuerdo, en la ‘Historia de un deicidio’ Vargas Llosa apuntaba que la desmesura de un García Márquez o un Borges solo podía darse aquí donde todo estaba por inventar y los creadores no sentían el peso europeo de un Shakespeare o un Cervantes. Borges en Londres hubiera sino impensable. Tan impensable como Tolstoi, Lenin y los Romanov fuera de la Rusia de la servidumbre campesina, digo yo.
Lo fantástico en Borges es que un conservador apasionado por la literatura victoriana haya imaginado en sus textos paradojas propias de la física cuántica que lo vuelven más actual que nadie, aunque su estilo literario envejece y empalaga mientras se impone la eficacia y economía de Hemingway, que oculta bajo la superficie del agua su pulsión autodestructiva. El cliché de la moneda se repite: B y H son dos caras inseparables de la gran literatura del siglo XX que peronistas y trumpistas se pasan por el forro.