En medio de la inmensidad de la tragedia japonesa, el mundo estaba a punto de olvidar a Libia. Hasta el jueves, Muamar el Gadafi tenía la sartén por el mundo. Había recuperado casi todas las posiciones perdidas en el resto del país y se disponía a atacar con toda su fuerza el último bastión rebelde: Bengasi, usando aviones, armas pesadas y mercenarios para -no solo recuperar la zona- sino para ejecutar un castigo ejemplar a los más difíciles rebeldes. Para los observadores cercanos, todo parecía indicar que “la primavera libia” estaba por ser definitivamente arrasada.
En semanas anteriores vimos cómo la mayoría de países se había pronunciado masivamente contra una intervención militar, especialmente una liderada por las potencias occidentales y dirigidas como siempre por Estados Unidos. Las razones son conocidas por todos: su abusiva intervención en Iraq y Afganistán que -como ha señalado el filósofo e historiador Tariq Ali- alcanza proporciones épicas, no hacen precisamente un buen currículo para apoyarlos. Y, aun cuando tuvieron éxito en detener asesinatos masivos como el de Kosovo, siempre el mundo árabe resintió profundamente esa intervención. ¿Por qué sería diferente en Libia ahora? Pero luego dos eventos cambiaron significativamente el rumbo de los acontecimientos. Lo primero es la sorpresiva –y sobre todo mayoritaria- decisión de la Liga Árabe de pedir mano dura contra Gadafi, incluyendo una zona de exclusión aérea. La única excepción hecha a una intervención era precisamente que los árabes no solo lo aceptaran sino que fueran ellos los que lo pidieran y lo ayudaran a implementar. Y justamente eso pasó.
Hay algo de cálculo y abominable pragmatismo detrás de su decisión. Los países árabes se vieron directamente amenazados por una ola de protestas en toda su geografía que cambió radicalmente el silencio cómplice sobre las formas políticas existentes en cada país. Desde una forma absolutamente realista, ellos podrían haber pensado que sería mejor sacrificar y ayudar a eliminar uno de sus más inconsecuentes miembros, antes que amenazar el status quo en sus propios países. Mejor sacrificar a la oveja más negra en lugar de que caigan todas las demás.
EE.UU. no quería seguir adelante sin esta luz verde, porque sus reales intereses en la región están en otra parte: Iraq y Afganistán, que ya están bastante en riesgo, por decir lo menos. El problema real es que con la participación árabe o sin ella, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas jugó sus cartas dolorosamente tarde. Una intervención militar más contundente de las potencias occidentales en suelo libio solo añadiría miles de vidas a este ya dramático baño de sangre. La única luz de esperanza es que –ya sin la amenaza de los aviones- la resistencia pueda poco a poco recobrar terreno. Cuánto puedan lograr los rebeldes sin la amenaza de aviones y tanques es por ahora de pronóstico reservado.