A pesar del pomposamente inaugurado neolenguaje de la corrección política y de inclusión del léxico femenino, según el cual existen bomberas y bomberos, miembras y miembros, las asambleístas y los asambleístas, las conciudadanas y los conciudadanos; y así ad infinitum hasta que se hayan nombrando todas las “las” y los “los” y los asistentes estén en profundo sueño, en este mundo chiquito el machismo sigue campante y en vigorosa salud.
Y es así, porque el solo hecho de forzar un comando -el nuevo lenguaje, así como los flamantes nombres a antiguas instituciones- no hace que cambien las costumbres y peor la idiosincrasia. Y así nos recuerda Rosa Montero, para quien el lenguaje es reflejo del cambio vivo en la sociedad, y nunca al revés. “…porque la lengua es una sustancia viva que no se puede cambiar a voluntad sin haber cambiado antes el mundo real; la lengua es como la piel de la sociedad y sigue con estrechísima adherencia todas las mudanzas del cuerpo que cubre, así engorde o adelgace”.
Por eso, no deja de ser cómico, que mientras por orden superior se nombre de forma reiterativa y hasta el cansancio al género femenino en todas las misivas públicas, en el Presidente no haya faltado la alusión a la gorda horrorosa, a la peluconcita guapa, a la Diosa perdida del Olimpo o a la escasa tela de las minifaldas de las asambleístas asistentes a su gran gala de cierre de año.
Pero tampoco hay que cargárselas contra Rafael Correa. Esto sucede todos los días y en todos los ámbitos. Salas repletas de pitucos profesionales, en donde las mujeres resaltamos, porque siempre estamos en minoría. Y si, para mala fortuna nuestra parecemos más jóvenes de lo que somos, entonces sí que estamos fritas, pocos nos toman en serio.
Nunca falta el “linda, niña”. Siempre los halagos, vienen acompañados del tono paternalista/socarrón, aquel de la subestimación compasiva. Tampoco extraña cuando en medio de una entrevista de trabajo, surge el tema del estado civil. ¿A los hombres se les pregunta si son solteros, casados o divorciados? ¿Importa siquiera? También está el de la febril juventud atribuida a las mujeres, cuando el interlocutor estima que la proposición es aventurada.
Pero con sinceridad hay que decir, que nosotras somos las más malignas víboras con nuestro género. Siempre buscando en nuestras colegas aquella razón escondida y truculenta de su éxito, o sobredimensionando defectos, que a los colegas masculinos se les hubiésemos pasado de alto.
Aún reconociendo con Montero que “la verdadera igualdad llegará cuando las mujeres podamos ser tan tontas como los hombres sin que resultemos más llamativas”, hay que reconocer que no la pasamos mal ejerciendo nuestros roles múltiples y tomando con humor esta igualdad ilusoria.