Sus amigos vamos a recordarlo por su extraordinaria vitalidad, su inteligencia, su ironía amable, su generoso interés por conocer qué hacíamos nosotros. Nos tenía acostumbrados a esperar su arribo para continuar diálogos que apenas parecían interrumpirse durante sus ausencias, pues siempre nos dejaba alguna nueva elaboración teórica, observaciones lúcidas sobre la actividad intelectual, preguntas inquietantes en torno a nuestra civilización, nuestra historia, la existencia.
Su inteligencia crítica de filósofo estuvo acompañada de una enorme erudición, de un gozoso conocimiento de la música, la literatura, el arte, las manifestaciones de la cultura popular. Quienes fueron sus estudiantes lo recordarán por el rigor con el que exponía sus tesis, a la vez que por sus maneras amables de incitarlos.
No fue ajeno a ninguno de los grandes problemas del pensamiento contemporáneo, su reflexión en torno a la condición humana imbricaba una intensa dialéctica entre lo universal y las formas particulares de civilización, entre Occidente y América Latina. Se mantuvo atento a las posibilidades y los peligros catastróficos de nuestra época. Supo combinar una apertura “cosmo-política” con una sagaz interpretación de los procesos culturales del mundo mexicano o del mundo andino, tan caros para él.
Hace dos semanas su corazón dejó de latir, y de pronto hemos tenido que pronunciar ese duro adiós que cierra el diálogo cara a cara con el amigo, el recio pensador, el ironista amable. El adiós inicia el recuerdo. Recordar significa llevar en el corazón.
Si la muerte cierra la posibilidad del encuentro cara a cara, si impide que la conversación continúe a través de la escritura, abre en cambio ante nosotros el legado que nos deja quien se va. Se puede acoger un legado de distintas maneras: conservarlo, transformarlo, enajenarlo, olvidarlo. Ya nada puede añadir quien parte, ya nada dispone. En verdad, tampoco puede conocer a quien se hará cargo del legado o de una parte de él.
Ante nosotros están sus tempranos desarrollos sobre el pensamiento crítico de Marx y su esfuerzo sistemático en torno a una teoría de la cultura; pero ante todo sus tesis sobre la modernidad, sobre una forma peculiar de esta que caracterizaría a Europa del sur y América Latina, a la que denomina ethos barroco; nos queda su valoración potente del mestizaje.
Echeverría nació en Ecuador; no lo dejó nunca o siempre estuvo de retorno, a su manera. Hay que reconocer que México, y en particular la UNAM, le brindaron las condiciones para que pudiese cumplir la hazaña que es su pensamiento. En el Ecuador jamás habría podido hacerlo. Ojalá que en nuestras universidades se abran ámbitos de debate intelectual que hagan posible recibir su legado y continuarlo.