Qué fácil es encontrar historias en los aeropuertos. La que sigue a continuación nos ocurrió a Francisco Guevara, chef y profesor universitario, y a mí, que solo queríamos llegar a nuestras casas, luego de tres días de trabajo. Todo comenzó cuando una aerolínea comercial, que debía cubrir la ruta Popayán-Bogotá-Quito, retrasó su vuelo por dos horas. Desde las primeras horas de la mañana del viernes 8 de noviembre, recibimos correos con la notificación de que estaba retrasado el vuelo. En el aeropuerto, el personal de sala de embarque tampoco daba más información. Así que, para matar el tiempo, empezamos a decir lo primero que se nos ocurría: hubo un desperfecto, mal clima, algún accidente…
Volvimos a la realidad cuando abordamos. Una vez sentados, puestos los cinturones y emocionados por el viaje, el capitán nos desilusionó: faltaba una hora para despegar porque había mucho tráfico en el aeropuerto El Dorado; además, una zona de las pistas no funcionaba. En ese momento nos miramos y supimos que la conexión Bogotá-Quito estaba perdida. Y en eso no nos equivocamos. Llegamos cuando el vuelo estaba cerrado. Sin embargo, como buenos optimistas, Francisco y yo pensamos que nos pondrían en el siguiente avión. De hecho, él me mostró la notificación que le había llegado en donde le decían que saldría a las 20:40. Lo que no vio era que el boleto decía 9 de noviembre, es decir, el día siguiente. Pero esto apenas comenzaba.
En el aeropuerto bogotano, esa aerolínea tenía, al pie de unas gradas, un pequeño counter con dos filas de más de 100 personas cada una. Ahí llegamos todos quienes habíamos perdido vuelos con conexiones nacionales e internacionales. Y, por supuesto, no todos veníamos de Popayán. Por ahí vimos 5 ecuatorianos que también querían regresar, pero no estaban dispuestos a hacer un grupo con nadie más. De pronto salieron a toda marcha de la fila que no se movía. Francisco decidió seguirlos y yo me quedé a la espera de ser atendida. Un caleño que quería viajar al exterior regresaba de hablar con uno de los tres operadores que estaban tratando de atender a tanta gente y comentó que quienes iban al extranjero debíamos salir y volver a entrar al segundo piso para ir al counter y cambiar los boletos. Corrí y me encontré con una situación que no era mala… era peor: otras 100 personas en la fila, pero atendidas por una sola persona.
Junto a nosotros había otros 100 o quizás 200 pasajeros tratando de obtener respuestas sobre vuelos internos, con la ayuda de nos más de 3 personas. Francisco me logró contactar y llegó. Los otros ecuatorianos tenían problemas con sus maletas. Y así comenzaron otras dos largas horas que terminaron cuando nos dijeron que o tomábamos el vuelo del sábado por la noche o podíamos estar en lista de espera sentados en las diferentes salas hasta que alguien pierda el vuelo, se libere un asiento y nos embarquen. Resignados salimos por la puerta 5 en busca de la persona que nos llevaría al hotel. La encontramos a ella junto a unas 50 personas que esperaban el mismo transporte. Muy seria, nos dijo que la buseta llegaría en 40 minutos, que el trayecto tomaría un tiempo similar y que solo alcanzaban 20 personas por viaje. Decidimos esperar. Teníamos que cargar los teléfonos y ya eran casi las 19:00. Había llovido en Bogotá y ver las calles mojadas y sentir el olor de la humedad es agradable. Además, dos jóvenes músicos de Nariño conversaban con nosotros. Ellos necesitaban llegar a Ipiales.
Durante esta nueva espera, muchos se fueron en taxis, lo que redujo la fila. Pero no fue suficiente. No alcanzamos en el bus, así que tomamos un uber. Para ese momento ya solo pensábamos y hablábamos de comida. Estuvimos a punto de parar por unas hamburguesas, pero la necesidad de dejar las maletas y comer algo mejor nos contuvo. Cruzamos la puerta del hotel y nuestra ilusión se fue al suelo. Había unas 80 personas esperando recibir las tarjetas para ingresar a su habitación. Y un número similar en la sala a donde metieron a todos quienes teníamos tiquetes para la cena. Quisimos comer primero y nos devolvieron a la fila de ingreso al hotel. Había que registrarse, nos informaron. Luego nos dijeron que alguien se podía quedar en la fila y que el resto cene. En ese punto personalmente no sabía si reírme o llorar.
Francisco resultó un gran compañero de viaje. Entró a uno de los restaurantes del hotel, ordenó una cerveza, una gaseosa y unas empanadas que nos resucitó a los cuatro. Debieron pasar unos 80 minutos en total cuando pudimos correr al bufete. La sopa de tomate, en honor a la verdad, estaba caliente, nos empezábamos a reconfortar. Pero el segundo plato nos desalentó: carne fría y dura, una ensalada con vinagre balsámico qué había sido calentada y dos pedazos de yuca frita hacía horas.
Con hambre y agotados fuimos a dormir. A la mañana siguiente debimos dejar el hotel a las 12 y esperar en el lobby hasta las 4 que fuimos al aeropuerto. Dos cambios de sala y un nuevo retraso inexplicable fue el escenario. Pero el vuelo se abrió. En el camino me encontré con otra profesora que llevaba 14 horas en espera. La consolé diciendo que íbamos algo más de 30 y que la meta era ver si lográbamos llegar luego de 32. ¡Y lo conseguimos!