Los desmedidos bigotes de Salvador Dalí pasaron a ser eso que él se propuso: un ícono de su estrafalaria persona. Narcisista e histriónico, mirada fija de lunático, buscó hacer de su excéntrica imagen un escaparate del surrealismo. Aquellas barbas afinadas a fuer de laca, bigotes erguidos cual palpos de escarabajo gigante son cara y cruz de su efigie, su rúbrica, son Dalí: un hombre a unos bigotes pegado, el pintor de Figueres, gran mistificador del arte contemporáneo.
Dueño de una insuperable técnica pictórica, pronto ascendió al cielo de la fama. Espacios diáfanos de un azul mediterráneo; luz matizada; visión etérea y alucinada de extraños parajes que parecen estar fuera del tiempo y en los que suceden cosas extrañas. Paisajes áridos, tierra agostada, desiertos en los que se alargan las sombras de árboles marchitos. Infertilidad. Visiones oníricas: relojes blandos, pechos prolongados, cisnes que reflejan elefantes, piernas y brazos amputados, esqueletos de pájaros, cadáveres de asnos, saltamontes, monstruos, hormigas… Estética de lo putrefacto. Imágenes lúbricas a la vista, turbadoras a la mente. Dalí fue único por su genialidad, extravagancia y estilo. Superó a sus compañeros de generación, aquella que tuvo a André Bretón como su mentor. Aportó lo suyo; sumó lo ajeno. Lo suyo, ese invento: el “método paranoico crítico”, (¿libre asociación de imágenes oníricas o intuición del principio de incertidumbre de Heisenberg?). Lo ajeno: la luz vespertina y fría de las plazas desoladas de Giorgio Chirico, el sentido de lo inminente y terrible de Max Ernest. Al centro de ese mundo extraño y desquiciado estará siempre la imagen de Gala, su compañera. (“Si no me he vuelto loco –decía- es porque ella ha asumido mi locura”).
Años 20, años de postguerra. Europa es un inmenso campo desolado, surcado por trincheras donde se pudren los huesos de héroes anónimos. Continente habitado por lisiados y convalecientes. En las universidades se habla de la decadencia de Occidente (Spengler), del olvido del ser (Husserl). Freud habla de oscuras fuerzas inconscientes que dominan el Yo. El Yo no es dueño de su casa. Años en los que Eliot publica “Tierra baldía”: imagen cifrada del mundo contemporáneo y su cultura castrada. Cuando la vida humana se torna un espectáculo desagradable y cuando los fanáticos predican discordia y confrontación la evolución, entonces, se torna en retroceso. El arte surrealista dio cuenta de este malestar en la cultura.
Mascarón de proa y quimera surrealista. Ególatra y comediante. Genio o loco. Profeta visionario de una tierra baldía, Dalí dio forma a sus personales fobias y a las pesadillas de su tiempo, estas que no dejan de ser también las nuestras. Inventor de su propio mito y, según él, su mejor obra de arte. Desde sus desolados paisajes no dejará de observarnos con esa mirada fija e inquietante ni se desvanecerán tampoco esos bigotes suyos, enhiestos, inverosímiles, dalilianos.