He sido una asidua visitante de las bienales de Cuenca. Las he visto y saboreado a todas desde hace 25 años. He sido testigo de los cambios más fuertes, desde haberla iniciado como bienal tradicional de pintura hasta su apertura hacia lo que se llama campos expandidos de la pintura; formas y formatos curatoriales distintos, con el casi siempre “borra y va de nuevo”; invitaciones a nivel de América Latina, hasta el presente concebida como bienal mundial, y así sucesivamente. Lo que no ha cambiado es el considerarla propiedad exclusiva de Cuenca cuando debería vérsela como inversión nacional con sede permanente en Cuenca; aún permanecer débilmente visible en el panorama de los circuitos artísticos a nivel internacional; y, realizar un trabajo sostenido entre bienal y bienal en términos de educación de públicos para el arte contemporáneo, entrenamiento a curadores y gestores nacionales, programas de exhibiciones curadas de relevancia a nivel nacional e internacional, etc. Resumiendo, la Bienal sigue siendo la fiesta a la que acudimos cada dos años; nos reunimos, discutimos, volvemos de verla y de gozarla o maldecirla; lo mismo para los programas paralelos “antibienal”. Después, chau, hasta la siguiente.
Dicho esto, sin embargo, debo compartir con mis lectores el gusto y el interés que me produjo esta Bienal XI, una bienal a la que tildaría en general como delicada, sin ruido, introspectiva, de buena calidad. Cabe aclarar que en buena parte de los casos los curadores -Agnaldo Farías, Fernando Castro, y la ecuatoriana Kattya Cazar, que al final se quedó sola- han optado por seleccionar obra y artistas reconocidos, sin tomar riesgo alguno.
Unos como Ana Gallardo presentaron obra vieja o formas de trabajo “berreados”; su instalación “El pedimento” del 2009, además de trabajar “en colaboración” con comunidades campesinas o barriales, bajo indicaciones precisas sobre apropiaciones de rituales mexicanos, afirma, la subalteridad de estas poblaciones. Al contrario de lo que hace Oswaldo Maciá con su “Sinfonía. Surrounded in Tears”, una escultura sonora preciosamente dispuesta, donde confluyen voces y ruidos emitidos por megáfonos , de lugares jamás escuchados y nos obliga a situarnos en una nueva cartografía y sonografía que revela precisamente estas carencias y pobrezas en los actores de un capitalismo bruto e indelicado. Solo dos de los ejemplos que nos llevan a reflexionar intensamente sobre la geopolítica y el valor de la pintura misma; en obras como la de Anthony Arrobo -“Red Curtain”- se da vuelta al concepto de pintura al eliminar el soporte y literalmente colgar el acrílico en forma de telón barroco rojo. ¡Bienal recomendada!