“Miremos la realidad desde un plano superior, de acuerdo con principios inmutables; entre el vaivén de doctrinas y sistemas arrogantes; miremos siempre la verdad”, escribía el padre Carlos Suárez Veintimilla.
Fue inalterablemente fiel a estos serenos y exigentes principios, entre las oscilaciones de la vida. Era un poeta. Consciente de sus límites, sabía que más allá del poder y los avances científicos, el misterio desafía nuestro asombro. Si creyó en un ser eterno e inmenso, sin principio ni fin, como dictaba la filosofía, permanecer en la esfera de lo filosófico le impedía aceptar el amor de ese Dios lejano e incomprensible; la religión, en cambio, le anunciaba su re-ligación, atadura amorosa respecto de lo supremo, revelación de un Dios que tomó la naturaleza humana con sus sufrimientos, y quiso redimirla. Ante el dios filosófico ajeno e indiferente, el de la religión es un Dios padre, infinitamente amoroso y previsivo para sus hijos.
Juan XXIII compartió estas creencias; de ellas vive y hace gala, humildemente, el papa Francisco; y colmaron la vida del poeta imbabureño, sin quitarle su radical incertidumbre.
A la muerte de su amigo del alma, el jesuita crítico y esteta, Miguel Sánchez Astudillo, el padre Carlitos escribió esta elegía:
“Tú, en tu celeste bicicleta / -la de los alegres días / en que a Jesús llevabas, montado en la barra, / por las calles frías / de la madrugada- / y yo en mi vieja bicicleta perdida // nos marchábamos, Miguel, por los caminos / por los caminos de las horas idas // y de mis horas que siguen pedaleando en la tierra, / de tu hora misteriosa de allá arriba.//
Vamos por un camino / lleno de hojas caídas / doradas por la lumbre de la tarde / que dora el aire, el corazón, las cimas / Yo no sé si es la tarde, dime: / ¿hay también tardes en tu día? //
Altos árboles alzan en sus manos / la canción de la vida / pájaros escondidos, / niños pobres que ríen y que gritan. / Flores que dicen su lección de aroma, / un motor y dos alas, allá arriba, / nuestros sueños, y el roce de las ruedas / de nuestras bicicletas en la vía…. / La canción de las cosas en tus ojos / con una extraña lumbre brilla. / Él también va esta tarde con nosotros / ¿Él va en tu bicicleta o en la mía? /… Va en tu paz / En el gozo silencioso / y pleno de tu alma. En tu sonrisa. / Y en mi nostalgia y mi quietud. Uniendo /estos cabos distintos de la vida. //
El camino ha empezado a subir, te sigo con fatiga. / Tú subes levemente, tiene alas / tu bicicleta. Veo por última vez tu sonrisa. // La izquierda en el manubrio, alzas la diestra, // sin volver la cabeza, en despedida. / Hasta luego, Miguel, / hasta otro día.
Hermoso adiós…; encanto de la personalidad ‘entre el cielo y la tierra’, del sacerdote amigo. En Ibarra, todos conocían el armatoste que el padre Carlitos nunca abandonó. Viajaba, no:volaba en su bicicleta vieja. Difícil y luminosa esperanza la suya, de hombre bueno, entre las ‘arrogancias’ de vanidosas doctrinas y sistemas fatuos, hasta el fin.
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