Me atrevo a pensar que Cicerón, al definir la historia como ‘luz de la verdad, maestra de la vida, vida de la memoria y mensajera de la eternidad’, olvidó el ‘juicio de la historia’, acatado por lo general pero que puede ser apelado. Sus fallos requieren un período de espera, ni tan corto que se confunda con el vértigo de la política ni tan largo que naufrague en las profundidades del olvido. Las conclusiones de la historia son enseñanzas para la actuación cuotidiana, mensajes perdurables. El historiador, al buscar la verdad, debe actuar como juez sin favor ni temor, pero con valentía para enmendar equivocaciones y restituir honor y méritos mermados en sentencias injustas. La política en especial es fuente de graves perturbaciones en el juicio histórico. Los casos de García Moreno y Alfaro, víctimas de feroces enemigos que, no contentos con asesinarles, fungieron también de ‘historiadores’ y apenas pudieron darnos caricaturas.
Uno de esos personajes blanco de tales odios fue el Dr. Carlos Alberto Arroyo del Río: abogado, poeta, orador elocuente, memoria feliz. Era la primera figura del Partido Liberal Radical, en el que militó desde adolescente y que le colmó tempranamente de honores: gobernador, diputado, senador, presidente del Congreso, decano de Jurisprudencia, rector de la universidad. Ciertamente merecía la primera magistratura, pero la alcanzó cuando todas las circunstancias eran adversas a su partido, dueño del poder durante un cuarto de siglo, basado en el fraude electoral. Cuando la Revolución Juliana despojó al radicalismo de la presidencia, pugnó 14 años por volver al solio. En ese lapso hubo cuartelazos, dictaduras, guerras civiles, constituyentes. Bonifaz que les venció en elecciones libres no logró asumir el poder, y Velasco Ibarra que también les derrotó cayó al año. Para no perder de nuevo, los liberales prefirieron reutilizar el fraude electoral en favor de Arroyo. Venció y le otorgaron ‘poderes omnímodos’. Con todos los partidos en contra, el gobierno arroyista no pudo sino extremar esa especie de ‘dictadura constitucional’, delicada situación a la que se añadieron la agresión peruana en 1941 y el Protocolo de Río en 1942. Perdida toda popularidad, Arroyo fue derrocado el 28 de mayo de 1944 y salió al exilio en Colombia. La Asamblea le cubrió de agravios, pidió para él la pena de muerte y le confiscó sus bienes, inclusive su famosa biblioteca.
Cuando pasados los odios volvió Arroyo al Ecuador, retomó la abogacía con el éxito de siempre y recuperó prestigio, simpatías y afectos. Se le devolvieron en parte sus bienes, inclusive millares de sus libros. A su muerte, el propio Velasco Ibarra, en otra presidencia, reconoció públicamente sus sobresalientes méritos. La rica “Biblioteca Arroyo del Río”, hoy en manos de su nieto, Carlos Alberto Arroyo del Río Verdelli, será entregada a una prestigiada universidad de Quito.