“Sé bien que estoy en el fondo de la fosa;/ que todo aquello que toco ya he tocado…/ que doy vueltas de un lado a otro por la tierra como una bestia enjaulada;/ que de tantas cuerdas que tengo he terminado por tirar de una sola…/ que adoro la luz solo si no ofrece esperanza”, Pier Paolo Pasolini.
Bertolucci (1941-2018) fue su discípulo –tenía 20 años cuando fue asistente en la dirección de la ópera prima de Pasolini– no solo en su oficio de cineasta, sino en el diseño de su estructura humana (la pasión por sus ideales marxistas, su iracundia contra el sistema, su fervor por la poesía). Bertolucci, el cineasta que recreó su presente hilvanando con el pasado, con una rebeldía lírica inédita en el cine.
Entre el ayer y el mañana
Hipocondríaco, ciclotímico, ambicioso, arriesgado. Después de un tiempo atado a una silla de ruedas, murió a los 77 años, dejando una veintena de películas, tres o cuatro que lo consagraron como uno de los maestros del cine de oro italiano. El poeta que lo habitó entretejió parte de su obra. Si alguna palabra describe su ser íntimo es la de alguien que buscó siempre la perfección, pero esta es tan solo un espejismo.
En 1970 filmó La estrategia de la araña, basada en un cuento de Jorge Luis Borges y El conformista, adaptación de la novela de Alberto Moravia. Filme de excepcional resolución, narra la historia de un personaje pusilánime –con memorable interpretación de Jean-Louis Trintignant–, prosélito del régimen fascista de Mussolini, a quien se le dispuso matar a su antiguo maestro de filosofía, enemigo del tirano.
“Era un marxista, con todo el amor, toda la pasión y toda la desesperación de un burgués que elige el marxismo”, confesó. Testigo del estrepitoso fracaso de la aplicación de esta ideología, convencido de que es “imposible construir un mundo de idénticos” y aceptando jugosas ofertas del imperialismo, terminó su vida como el último hippie, defendiendo la Revolución de Mayo del 68. Pero junio fue la gran decepción y julio el regreso a la rutina, a la explotación, al consumismo… “Es imposible cambiar el mundo”, profirió; él que perteneció a una generación que creyó salvar el mundo mediante el cine.
Si por alguna cinta será recordado es por su Último tango en París, de la que hay solo admiradores y detractores. Su protagonista es un hombre sin nombre. Nadie habla ni hablará del personaje, sino de Marlon Brando, en la más rutilante actuación de su carrera. Él es el filme, y su histórica representación acarreó los nombres de Bertolucci, María Schneider y del fotógrafo Vitorio Storaro. La influencia de Francis Bacon es poderosa en esta película.
El último tango en París fue ideada y concretada en el período más apropiado: el decenio de los 70, tiempo de la liberación cinematográfica de la temática sexual. Controvertible y controvertida postulación sobre el poder, el erotismo y el rol que cumplen la mujer y el hombre en la tierra. Un hombre cercano a los 50 años, transpirando dolor y amargura por la muerte de su pareja, establece una relación con una joven, y lleva el erotismo a su ser fundamental, allí, donde turbadoramente, como advierte George Bataille, este se abraza con la muerte.
La escena de la sodomización de la amante incendió los medios comunicacionales. ¿Ocurrió este acto? Oleadas lo afirman, otros lo niegan. Acaso la única verdad es que la escena se urdió sin que supiera la actriz, quien vivió traumatizada por el resto de su existencia: paciente constante de psiquiátricos por su drogadicción y sus intentos de suicidio.
La carne como último reducto del dolor que causa el vacío, la perversión del poder, el corrosivo desahogo de un hombre consumido. ¿“La película erótica más poderosa que se ha realizado”? Cada quien tiene su respuesta. En todo caso, El último tango en París es una brutal propuesta de degradación de la mujer, así un grupúsculo de comentaristas haya querido reivindicar este acto como un símbolo de liberación. “Fui despreciable porque no le dijimos nada a María, dijo arrepentido Bertolucci. La engañamos porque quería que reaccionara como una niña y no como una actriz”.
Filme angustioso, desolado y convulso, donde los seres humanos danzan como fantoches al son del saxofón y el jazz, en espacios ciegos donde se ha difuminado el sentido de la vida.
“Sentí que la gente salía con miedo después de ver la película”, dijo Pauline Kael, reputada crítica de cine. Tal vez. Al fin y al cabo el tiempo solo desbarata la piel, pero el miedo estruja el alma y nos humilla.
El último tango en París: la historia de un hombre que no lidia contra el mundo, sino contra algo más grande, su hartazgo del mundo.