Ritmos y cantos alegres invitaban al baile de las fiestas de las cosechas, el sábado pasado en La Magdalena, ahora ya “comuna”, allá en la Cordillera Oriental de Imbabura.
Antes que la fiesta se deteriore en borrachera y la alegría pierda el encanto al final de la tarde, en la pequeña plaza de la Casa Comunal el presidente de la comuna recibía la “rama de gallos” y las ofrendas que las 40 organizaciones participantes ofrecían.
El centro de la vida cultural y del encuentro era el espacio comunal, no la hacienda. Los terratenientes presentes estuvieron discretos y pronto se ausentaron.
Los danzantes venían de más allá de la Magadalena y de las vecindades, de cerca de Ibarra o de Cayambe.
Los ritmos cayambeños alternaban con los de inspiración otavaleña. También aquí la fiesta muestra la integración con los lejanos de ayer. Cada año crece esta dinámica que construye cercanía, pertenencias.
Había una sutil disputa entre la expresión festiva de sanpedros o de la cosecha o del Inti Raym, con sus ritmos tocados y cantados por cada grupo frente a los imponentes parlantes de una o tres orquestas “modernas”; esas que vuelven lo mismo a diversos ritmos.
Esta banalización de la música resulta ser la modernidad que los que no llevan su grupo de música contratan y hacen ostentación de recursos. Afirmación social que, en cambio, cambia la fiesta, esa búsqueda de alegría de los grupos que llevan sus guitarristas, flautas, rondines y las mujeres engalanadas cantan en coro delante del grupo.
Pocos hombres guardan atuendos del pasado, se visten en simples urbanos, mientras las mujeres mantienen la identidad étnica con sus elegantes y caros bordados, que engalanan la fiesta.
Las ofrendas ya no son para el patrón, son preparadas para ser compartidas con los presentes.
Las jerarquías de antes no son más, se refuerza la pertenencia comunitaria y la afirmación social con los similares de toda la región. Sutilmente, la fiesta muestra como se reconstruyen otras pertenencias, rompen fronteras inmediatas y separaciones que antes formó la hacienda.
Así, estas fiestas tan ritualizadas entre sus significados del pasado que lo católico quería cambiar, la festividad que ponía en paréntesis el orden de la hacienda y de la vida diaria, persiste como fiesta pero sus sentidos cambian. Es un mundo de disputas entre modernizaciones constantes y afirmaciones del pasado que siguen siendo un símbolo de afirmación indígena.
La oración católica de San Juan para hacer las ofrendas resulta muy arcaica, revela el peso de una religión ritualista. Ese discurso requiere innovación para dar un sentido moderno a la ofrenda. En los hechos las ofrendas crean ahora el sentido de compartir y de pertenencia a nuevas “comunidades” hechas con gentes distantes; los ritmos, canciones y atuendos diferentes lo están diciendo.