Gonzalo Ruíz Álvarez, Subdirector adjunto
Se abrió el cielo y se conmovió la tierra. Una imagen recorrió el mundo con la potencia que en contadas ocasiones sucede.
En una playa de Turquía, el cuerpecito de Aylan Kurdi desató uno de los fenómenos de comunicación más estremecedores de este tiempo.
La foto, que ya pasó a la historia, aunque en un mundo vertiginoso lo fugaz es norma de vida, desató por todas partes movimientos de solidaridad y reflexión.
Hoy mismo podemos encontrar en esta edición de EL COMERCIO en la sección Ideas, algo de lo dicho.
La frase de la fotógrafa Nilüfer Demir es, acaso, otra huella indeleble, ‘cuando vi al niño se me heló la sangre. Lo único que podía hacer es que su grito fuera escuchado en el mundo y lo hice con su fotografía’.
Es el drama y la impotencia de este oficio donde se deja la vida. Los fotógrafos y camarógrafos lo saben bien. Muchas veces tejen un idilio con el dolor y la muerte. Muchas veces lloran en la soledad de su alma la impotencia por cambiar este mundo injusto.
La foto de Aylan despierta otros fantasmas del periodismo y la fotografía en tiempos de guerra y destrucción. Vuelven las palabras estremecedoras de la novela (una historia real) de Arturo Pérez-Reverte en ‘Territorio Comanche’. Su última cobertura en la guerra de Sarajevo antes de huir desconsolado del periodismo hacia la ficción.
Es la huella de Manu Leguineche que retrata en ‘La Tribu’ las angustias de los corresponsales y reporteros gráficos en Guinea Ecuatorial o el desgarrador sacudón que Fernando Rojo describe sobre la cobertura de guerras civiles y tragedias humanitarias en África.
Vuelve con brutal actualidad la agonía de Omaira atrapada por la avalancha en Armero por la erupción del nevado del Ruiz en Colombia.
Con Aylan, por primera vez en mucho tiempo, las miradas humanas se han vuelto más humanas, aquellas que han ignorado durante años a los refugiados y desplazados.
Acaso esa imagen fuerte captada por Nilüfer haya valido la pena. Ojalá…