¡Ay, las emociones!

No son pocos (esposos, padres, hijos, parientes y amigos) los que piden una varita mágica o una solución milagrosa para encauzar las relaciones humanas y resolver los infinitos problemas que se nos presentan en el cotidiano vivir. Incluso cuando la teoría está clara siempre acabamos preguntando: “Entonces, ¿qué hacer?”.

Tomen nota: hay que encauzar y controlar las emociones. Y lo primero es escuchar de forma activa e implicada, con comprensión y entendimiento, a las personas de carne y hueso que nos rodean y, a veces, nos incordian. La experiencia me dice que el esfuerzo más rentable en las relaciones humanas es reconocer los sentimientos y las emociones del otro. Y, con la prudencia debida, expresar el propio sentir. A mayor conciencia emocional, mayor libertad. Si las emociones se aclaran será más fácil entender, aceptar y compartir, aunque no siempre estemos de acuerdo. La persona es mucho más de lo que expresa, sobre todo si lo expresa de mala manera. La beata tía Tálida (beata era, pero santa no) era un desastre comunicacional desde el punto de vista intelectivo. Sobrada de retranca gallega, nunca sabías si iba o estaba de vuelta… Pero, emocionalmente, era un monumento a la sabiduría humana. Todos en la familia sabíamos interpretar sus gestos, sentimientos y deseos, qué quería y qué no.

El mundo de las emociones lleva su tiempo y constancia, pero es la única manera de que el otro se sienta importante, valorado y útil. Así debería de ser en la vida familiar y pastoral. Un cura con prisa, impermeable, sordo y desentendido, causa decepción. En nuestras relaciones y mutuos acompañamientos deberíamos de dar más valor al mundo emocional. Tenerlo en cuenta nos hará más comedidos, oportunos y equilibrados.

Mucha gente piensa que los obispos vivimos en la estratosfera, especie de objetos volantes no identificados, regidos solo por leyes y normas. No. Una de mis alegrías episcopales es percibir que los demás me sienten como persona normal: también yo tengo familia, amigos, problemas, tensiones, alegrías y decepciones y un montón de sentimientos que trato de mantener ordenados. Me siento feliz cuando alguien me dice lo que he hecho mal, pero no me califica como mala persona.

San Juan de la Cruz hablaba de las “intenciones amorosas del corazón”. Pareciera un precursor de la inteligencia emocional, tan en boga hoy en el mundo de la psicología. Expresar los sentimientos propios y comprender los sentimientos del otro siempre abrirá puertas y ventanas a la comunicación interpersonal. Es una forma privilegiada de hacerse asequible al otro y de empatizar con él.

No hay varita mágica. Las más de las veces hay un gran esfuerzo, grande y paciente, que hay que hacer. Pero merece la pena intentarlo. Muchos de los platos que nos tiramos a la cabeza tendrían que pasar antes por el corazón.