La cita de Alianza País en Esmeraldas aportó importantes elementos para el diagnóstico de la situación nacional, más que dedicarse exclusivamente a analizar lo sucedido en las elecciones del 23 de febrero; sin perjuicio de buscar, explicar o lamentar la derrota. Por eso, sin pretenderlo o a propósito, se penetró en uno de los temas más complejos de la ciencia y la praxis política: ¿qué es preferible, un partido o un movimiento? Se repitieron las causas de la derrota: la desarticulación entre la dirigencia y las bases, la escasa vigencia territorial en un país donde lo municipal tiene profundas raíces, así como la ineficacia de una estructura piramidal donde la cúspide decide todo y los del llano solo obedecen. Debe añadirse que tácitamente quedó claro que sin la presencia del Primer Mandatario el movimiento no superaría los niveles actuales de Sociedad Patriótica o del Prian.
Lo acontecido obliga a una pregunta indispensable para elaborar una hipótesis sobre el futuro político del espectro nacional. Es verdad que no se puede cambiar el pasado o regresar el líquido de la leche derramada, pero sí es posible como ejercicio preguntar cuál hubiese sido la ruta si Alianza País no fuera un movimiento sino un verdadero partido político. En América Latina, los caudillos que han predominado desde los inicios de las repúblicas han desaparecido del escenario junto con sus movimientos que los llevaron al poder; como los efectos de una succión, cuando un barco se hunde y arrastra a los botes salvavidas cercanos.
La sobrevivencia histórica se ha dado solo en aquellos casos donde existió una estructura partidista como el PRI de México, el APRA del Perú y hasta el justicialismo o peronismo en Argentina. No ha sucedido lo mismo con las experiencias de Getulio Vargas en Brasil, Velasco Ibarra en el Ecuador o Fujimori en el Perú. Desaparecieron sin dejar rastro, ni agnados como tampoco cognados.
De los casos citados vale destacar el del PRI mexicano que mantuvo un continuismo político por más de 60 años. En este caso el partido no fue subordinado a la Presidencia y contó a su favor con una garantía extraordinaria como fue la no reelección presidencial. Por eso, aunque el Presidente en su período era casi un emperador, terminado el ejercicio se retiraba a su casa.
Luego de siete años en el poder es muy difícil que el movimiento de gobierno se convierta en un partido, pues equivaldría a términos de paridad o igualdad que pudieran ser considerados como desestabilizantes. Por eso el camino de la reelección es casi irrenunciable, salvo que sea necesario armar un ‘outsider’ o convencer a cualquier pichonzuelo que es un buitre y lanzarlo al aire. De fracasar, sin apoyo político, sería una experiencia aleccionadora para que, luego del penoso interregno, el pueblo exija al retorno del salvador. Entonces la evocación poética del “Gran Ausente” volvería a repetirse en un país donde la historia gira como un trompo.