Cuando usamos el término “autoritario”, podemos estarnos refiriendo a un ser humano específico –Stalin, Mao, Castro, Pinochet; a un sistema político –el soviético, el cubano, el de Corea del Norte; o a toda una sociedad. En el último caso, nos estaríamos refiriendo a muchas sociedades en el mundo. El término es ciertamente apropiado para describir importantes realidades socio-sicológicas y socio-políticas de los países andinos, y detrás de las fuertes crisis por las que están atravesando México, Siria, Iraq, Egipto, Tailandia, se vislumbra, como uno de varios importantes factores causales, la larga tradición autoritaria de esos países que, como es inevitable, ha tendido a estimular el desarrollo de gente sumisa y de autoridades corruptas.
El autoritarismo es algo más que el mero ejercicio de la autoridad, sea familiar, institucional o social. Cuando alguien ejerce autoridad en el hogar, en el aula, en la oficina, en el tránsito, distinguimos (aun admitiendo que resulta confuso en términos lingüísticos) entre el ejercicio “autoritario” y el “no autoritario” de esa autoridad. Lo que hace “autoritario” su ejercicio tiene que ver con realidades sicológicas y socio-sicológicas intrínsecas a la figura de autoridad, a las personas sobre quienes la ejerce, y a la relación entre la una y las otras.
En la sicología de la figura autoritaria prima el sentido de propia fragilidad e insuficiencia frente a la vida, que induce a la búsqueda de compensaciones: se muestra fuerte y hasta prepotente para que nadie vea que se siente débil o que tiene miedo; pretende tener total dominio de la verdad y de la razón para que nadie se dé cuenta de que tiene dudas e incertidumbres. Según Fromm, la figura autoritaria “necesita el sentido de éxito y los aplausos para mantener su propio equilibrio mental”.
En la psicología de la persona sometida priman los nocivos efectos de haber sufrido las imposiciones de personas autoritarias: primero, el miedo, que genera la humillante y dependiente sumisión; y segundo, ese mismo sentido de propia fragilidad e insuficiencia frente a la vida, que inhibe el desarrollo de independencia psicológica y de una conciencia moral y que, en consecuencia, hará a su vez prepotente y autoritaria a la persona sometida.
Y en las muchas sociedades en las que aún es inmensamente prevaleciente el autoritarismo en los hogares, en las empresas e instituciones, en el ejercicio del poder político, es el relacionamiento malsano entre los unos y los otros, ninguno de ellos sano, que hacen inevitables la violencia, el abuso, la insatisfacción, el resentimiento.
Podemos cambiar esas realidades individuales y sociales. Para ello tenemos que reconocer y aceptar que son malsanas, decidir cambiarlas, y caminar el largo camino hasta que cambien, que es el camino de la libertad.