Dos facultades que pueden ser alcanzadas por nombramiento, elección, encargo y hasta por usurpación. Para que la autoridad y el poder sean reconocidos como auténticos, para que sean ejercidos legítimamente, no pueden escapar al juicio, a veces callado, a veces elocuente, de los dictámenes en credibilidad y confianza de quienes se sienten impactados por el oficio de los que las ejercen.
Siendo diferentes resultan, en su prác-tica, absolutamente dependientes una de la otra. Quien tiene autoridad, por mínima que sea, ostenta algún nivel de poder. Ambas facultades, es una lástima, han sido vilmente manipuladas, tanto, que se ha ultrajado su genuino valor. Y es que el poder, ansiado como un fin, no como un medio, fracasa al blandirlo con intimidación, con autoritarismo, con aplastamiento, imponiendo miedo, acoquinamiento que pretende una sórdida sumisión.
No nos referimos únicamente al ámbito político o público, tan proclives a denostar la jerarquía de estas, sino a toda circunstancia, hasta doméstica, donde se ejerce el poder y la autoridad de manera equívoca e insólita. La obtención del poder debería guiarse a través de una ruta bien delineada, donde cada uno de sus hitos no puede dejar de superarse a cabalidad si es que se quiere alcanzar el siguiente.
Esa ruta se inicia con un primerísi-mo paso, que es el servicio. Palabra un tanto soslayada hoy de nuestro léxico. “Quien no vive para servir no sirve para vivir”. Atinada frase de Teresa de Calcuta. Sirve el padre al hijo, cuando lo educa con el ejemplo, no solo con la prédica. Sirve el profesor al alumno cuando lo adiestra, cuando se preocupa por él y verdaderamente lo ayuda. Sirve el gerente a sus subalternos cuando guía con su proceder ético, honesto, arraigando una cultura organizacional afincada en valores. Sirve quien, tras un mostrador, atiende a los clientes, con amabilidad y hasta con alegría. Sirve aquel periodismo con férrea moral que informa, orienta, comunica, comenta, pero fundamentado siempre en hechos comprobados y verificables. Sirve, en definitiva, quien realiza su deber con responsabilidad meridiana, con justicia, ejerciendo su libertad con respeto a la dignidad de los otros.
Solo quien bien sirve, logra aquello que se llama prestigio, un valor trascendente, que es el segundo peldaño en la senda hacia el poder. A ese prestigio lo envuelven la confianza, la afabilidad, la magnanimidad, incluso, la exigencia y estrictez. Entonces, cumplido el servicio y alcanzado el prestigio, se logra legítimamente un tercer escalón que es la autoridad, cimiento irreemplazable del poder. No hay poder sin autoridad. No hay autoridad sin prestigio. No hay prestigio sin servicio. “Para obtener autoridad y poder, primero hay que saber engendrarlos”.