Cuando, hace un año se produjo el criminal ataque terrorista a Charlie Hebdo, en represalia por la publicación de caricaturas que algunos fanáticos islamistas consideraron una blasfemia, el mundo académico y político volvió a reflexionar sobre la libertad de información, los principios que la sustentan y la práctica de la tolerancia. Se especuló sobre la autocensura, ese estado en el que “las palabras empiezan a temblar”, ese silencio inducido por el temor que conduce a la lenta agonía de la realidad, opacada por la tiranía de la verdad oficial.
Se concluyó entonces que uno de los mayores peligros para la libertad de información sería la autocensura, reacción instintiva frente a las circunstancias de peligro creadas por el poder.
De hecho, toda persona impone límites a su conducta, por respeto a las normas vigentes en la cultura a la que se pertenece. La buena educación impide que se incurra en actos reprochables. Esa “autocensura” forma parte del bien actuar individual para producir el bien vivir colectivo. En otro plano, la virtud de la prudencia aconseja proceder de tal manera que no se llamen a ofensa ni las personas ni la sociedad y evitar caminos que serían perfectamente transitables en otras circunstancias. La sabiduría popular sugiere “no mencionar la soga en casa del ahorcado”.
Pero en el ejercicio del periodismo, la autocensura para evitar la violencia de los intolerantes o la aplicación de leyes autoritarias como la que aduce para la información el carácter de servicio público, podría llegar hasta a dejar de lado el examen transparente y objetivo de asuntos de interés general.
¿En qué punto la sana prudencia se convierte en inaceptable autocensura al tratar temas que la ciudadanía quiere y debe conocer?
Al percatarse de la reacción producida por la violencia, los violentos tienen ganada una batalla y recurren a esa táctica para afectar y controlar la libertad de expresión.
No solo los terroristas pretenden eliminar el derecho a opinar difundiendo el temor hasta producir la autocensura. Los gobiernos autoritarios también lo hacen, sirviéndose de la legislación o de la administración de justicia. En lugar de promover y proteger la libertad de expresión, buscan silenciar a sus críticos, induciéndoles a una autocensura que debilita y envenena a la democracia. Esta es la razón principal por la que filósofos y hombres de estado han preferido eliminar o reducir al mínimo las regulaciones sobre la materia.
Flemming Rose, editor del periódico danés Jyllands-Posten, condena inclusive que se justifique la autocensura entendida como expresión de tolerancia hacia grupos radicales y que se acuse de provocadores a quienes ejercen su libertad de expresión.
Estas son algunas de las complejidades envueltas en la práctica de la libertad de expresión y la autocensura.