Auge, crisis y ajuste

Esa ha sido la historia de gran parte de los países latinoamericanos, cuya narración incluye al nuestro.

Esporádicamente han experimentado momentos de expansión económica, la mayoría como consecuencia de circunstancias exógenas. Las potencias regionales, en la primera mitad del siglo XX, crecieron de manera significativa cuando su producción iba directamente a saciar las necesidades de los gobiernos inmersos en los conflictos mundiales. Terminada la confrontación no pudieron mantener el ritmo de crecimiento y aquellos países que en su momento tuvieron gran calidad de vida, a la hora en que sus economías no eran tan boyantes fácilmente cayeron presas del populismo; y, su declive se inició el mismo momento en que grandes segmentos de sus poblaciones abrazaban los textos tercermundistas. Ecuador en los últimos cincuenta años ha experimentado dos etapas que reflejan nítidamente esos momentos. La primera en los setentas, en que el “boom” petrolero, se modificaron las ciudades, creció la clase media, se amplió la infraestructura, el complejo de Paute es la mayor evidencia; y, por supuesto, se arremetió en un endeudamiento agresivo que, una vez disminuido el flujo de recursos externos, decantó en una crisis de dolorosas consecuencias.

Coincidió con el retorno a la democracia. El primer gobierno democráticamente elegido tuvo que lidiar con la herencia recibida. El ajuste devino en inevitable, fue toda una década en la que hubo que retornar a las estrecheces de la caja fiscal, para vivir apretados esfumándose los sueños de grandeza.La otra es mucho más cercana pero parecida en algunos elementos.

Nuevamente una riqueza inesperada inundó de dinero las arcas fiscales. Pero en esta ocasión el país estaba estructurado de otra manera. Un aparato productivo moderno, normas para que los gastos corrientes del presupuesto del Estado se financien con recursos permanentes de los tributos, alguno que otro ahorro interno y un esquema monetario que, al menos en teoría, impedía que los gobiernos pudiesen financiar sus déficits con emisión inorgánica. Por cierto, al inicio de los setenta existía un valor de divisa fijo.
Pero la administración de la bonanza fue muy parecida. Gasto dispendioso, algunas inversiones equivocadas, utilización de recursos públicos en obras de infraestructura cuando algunas pudieron ser realizadas con dinero de particulares, así no se estaría en la contradicción elocuente de pretender traspasar, en momento de precios bajos, tales activos a inversionistas privados, cuando en el discurso siempre se mantuvo que debían permanecer en manos estatales.
Ahora por pronunciamientos de organismos internacionales conocemos que la resaca durará al menos cuatro años y el ajuste, como en la ocasión anterior, es ineludible. Sea quien fuere quién encabece el nuevo gobierno tendrá que tomar medidas que ponga en orden y fijen un rumbo al desaguisado producido. ¿Servirán alguna vez de lección los errores cometidos?

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