Se disfraza de izquierda y dice respaldar a los ciudadanos. Pero no confía en ellos ni en sus expresiones. Teme la información y la libre difusión de las opiniones. Le fastidia la transparencia. Le obsesiona controlar todo, maniobrar, inspeccionar el tránsito de las ideas y sancionar el contenido que le disgusta. Ya lo vivimos con la ley mordaza del caudillo, a quien le incomodaba la prensa y cualquier gesto de libre expresión. El que desde el poder desmedido penalizó las opiniones y reivindicó la arcaica majestad del poder. El que nunca entendió el sentido de la tolerancia y el pluralismo. El que todavía venera las formas despóticas del poder.
A la mayoría de la Asamblea, conducida por el correísmo, se le ha ocurrido, en nombre de la comunicación, un esquema punitivo, policíaco y sancionador. Suprimir las opiniones como parte inherente a la comunicación. El dejar una puerta abierta para criminalizar la información; crear un derecho a la “verdad”, lo que revela una peligrosa confusión entre la verdad y la veracidad. Pretenden llevar a los medios de comunicación hacia un escenario de autocensura; y, a los comunicadores, a un estado de miedo.
Lo aprobado debe ser rechazado por el Ejecutivo, puesto que contraría el contenido de la constitución y no entiende, que la libre expresión, información y comunicación, son valores esenciales de la democracia. La libre expresión ha sido asumida como la conquista de las democracias modernas. Abundan las sentencias desde el caso Sullivan vs. The New York Times (1964), los dictámenes de la CIDH, del TEDH, y de las cortes constitucionales de varios países. ¿Qué el Estado determine lo que es verdad y lo que es falso? ¡Torpeza! y fatal incongruencia, que los principios de la democracia estén sometidos al voto de una mayoría legislativa que desprecia la democracia. En la libertad de expresión, no se puede exigir la verdad. Ya lo dijo Martín Heidegger: «El ser de la verdad es la libertad».