Ataques a la Iglesia

La Iglesia Católica está pasando por momentos particularmente complejos. Los casos de abusos de menores por miembros del sacerdocio, últimamente descubiertos, han suscitado escándalo e indignación.

Si todo delito debe ser condenado por una sociedad fundamentada en principios éticos, más deben serlo aquellos cometidos por quienes ejercen un magisterio orientado precisamente a dar vigor a tales valores. Que esos delitos se cometan en perjuicios de niñas y niños indefensos e inocentes constituye un agravante atroz.

Los abusos sexuales, a pesar de estar penados por las leyes, han sido frecuentes. Lamentablemente, una gran parte de ellos ocurren en el seno de las familias y sus autores son aquellos a quienes la naturaleza ha confiado la protección de sus víctimas. Por temor al escándalo, no son muchas las denuncias que se presentan ante la justicia.

Esto parece estar lentamente cambiando. Los abusos en escuelas y colegios están saliendo a la luz. La opinión pública ha censurado duramente la falta de políticas y programas eficaces para evitar tales delitos, castigar a los culpables y compensar a las víctimas.

En el ámbito de la Iglesia, las críticas a los abusos de miembros del clero han sido tan severas como merecidas y lo han sido también las dirigidas a las autoridades religiosas que, en lugar de denunciar y castigar tales abusos, muchas veces los han sancionado con medidas tan tibias que han dado lugar a la sospecha de que buscaban encubrirlos.

Pero, junto a los justificados reclamos de quienes condenan tales delitos y urgen la adopción de medidas preventivas, sobre todo en el plano de la educación, han surgido voces que han pretendido atribuir esas condenables conductas, a políticas deliberadas de protección y ocultamiento.

Algunas autoridades religiosas han asumido su responsabilidad, lo que no ha sido suficiente para que la Iglesia, como institución, quede libre de acusaciones tan graves como infundadas.

Es inaceptable que se pretenda concluir que tales delitos responden a la estructura de la función sacerdotal o, peor aún, a la naturaleza de la Iglesia Católica. Agraviar al Papa o denigrar a la Iglesia por los delitos sacerdotales rebasa los límites del buen juicio.

El Papa tiene la trascendental responsabilidad de dirigir la Iglesia por caminos que la fortalezcan como institución orientadora en los campos de la espiritualidad y la ética. Eso requiere una visión objetiva sobre la evolución de las sociedades. La defensa de valores permanentes debe ser el evangelio de la Iglesia, junto a una permanente adaptación al nuevo ser humano que cada día nace diferente al de ayer. Así podrá seguir ejerciendo su labor en apoyo de mujeres, hombres y niños trascendentes en lo espiritual y necesitados de igualdad y justicia en su vida terrenal.

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