Cuentan que un día llamó Satanás a Dios y le propuso que se realizara un encuentro de fútbol entre los equipos del cielo y el infierno. Dios le contestó: “¡Estás loco¡ Aquí en el cielo tengo a los mejores jugadores de todos los tiempos. ¡No podrías ganar nunca!”. Pero el diablo le contestó: “Usted tendrá los mejores jugadores, pero yo tengo a todos los árbitros”.
El partido mejor jugado, con los mejores jugadores, puede perderse cuando el árbitro está parcializado y aplica las normas en perjuicio de uno de los dos equipos. Para ganar un encuentro no solo se debe jugar bien, sino además contar con un juez imparcial y justo, que no esté “vendido” como se llama en la jerga futbolística.
En la vida pública pasa lo mismo. Para que una elección sea democrática no solo se debe tener buenos candidatos que ganen la confianza de la mayoría, debe haber autoridades electorales imparciales, que den confianza a todos y no dependan de una fuerza política o del gobierno.
En el Ecuador la lucha por elecciones libres duró más de un siglo, ya que el fraude electoral estaba institucionalizado. La situación fue escandalosa cuando el nefasto gobierno de Arroyo del Río, en 1944, intentó imponer a su sucesor. El acto de movilización nacional más grande del siglo XX y en la “gloriosa” del 28 de mayo de ese año se pusieron las bases de un sistema electoral independiente.
Desde la Constitución de 1945 se dieron avances en la institucionalización del sistema electoral con lo que luego se llamó Tribunal Supremo Electoral, que siempre estuvo integrado por personas de diversas posturas, a veces con una gran representación como Galo Plaza, Benjamín Carrión o Mariano Suárez Veintimilla.
El sistema tenía fallas que debían corregirse. Pero con el correísmo, en vez de dar pasos adelante, que garantizaran más transparencia y democracia, se estableció un poder o función electoral designada dizque por “méritos” por el nefasto Consejo de Participación Ciudadana.
El resultado fue que el Consejo Nacional Electoral y sus representaciones provinciales fueron copados por gente incondicional del partido de Gobierno, sin que personas independientes pueda llegar allí. Tal vez individualmente los miembros de ese organismo sean buenas personas, pero el hecho objetivo es que son funcionales al correísmo y no dan ninguna confianza a la ciudadanía de que habrá elecciones limpias.
La solución definitiva para esta situación escandalosa es la reforma integral de la Constitución que debe realizar una Asamblea Constituyente. Es necesario garantizar la independencia y el pluralismo. En el plazo inmediato, es necesario un gran consenso nacional para que se integre un Consejo Electoral confiable, que no sea dependencia del correísmo. De lo contrario, la amenaza cierta es que se lleve al país a jugar con árbitros vendidos.