Los medios de comunicación del Estado no pertenecen al Gobierno sino a la sociedad: a la gente, a los ciudadanos, a la nación, a las instituciones privadas y públicas, a usted, a ellos, a mí, a todos los habitantes del Ecuador.
Por tanto, somos todos los ciudadanos -no el Gobierno o un grupo de seguidores de él- quienes debemos tomar las decisiones sobre la estructura administrativa, sobre la dirección periodística, sobre los contenidos, sobre la integración de la plantilla de ar-ticulistas y sobre las líneas maestras de la agenda informativa.
Solamente si tenemos clara esa premisa podremos avanzar en la definición de los verdaderos ejes de lo que debe ser un medio estatal o público, a diferencia del supuesto “proyecto de construcción” que los intelectuales gobiernistas (que “solo escribían para ellos mismos porque casi nadie los leía”, según la definición oficial) no fueron capaces de hacer con diario El Telégrafo.
Porque si bien el omnipoder tiene razón en su análisis acerca de lo que los articulistas estaban haciendo con el que debió ser el periódico que represente todas las voces del país, no la tiene cuando el equipo de estrategas del mismo omnipoder alista la creación de un supuesto “diario popular público” sobre los escombros de El Telégrafo.
El problema de fondo para quienes tuvieron el control y para quienes ahora lo manejan (dos ramas del mismo árbol) es la incapacidad de entender que ese tipo de medios no les pertenecen, aún cuando argumenten que su legitimidad proviene de que fue el omnipoder (en teoría, representante de todos los ecuatorianos) el que tomó la decisión “patriótica” de incautar a la banca corrupta los órganos de información que ella manipulaba en beneficio de sus posiciones y en contra de quienes la denunciaron.
Se trata de un grave error pues, en esa lógica de supuesta legitimidad y pertenencia, serían los ciudadanos perjudicados por la banca corrupta quienes deberían administrar esos medios para recuperar el dinero que les robaron.
El caso es que existe una evidente arbitrariedad en el manejo de lo público, tanto de quienes llegaron a creerse predestinados para conducir el pensamiento desde sus columnas como de quienes, desde su coyuntural omnipoder, malentienden sus obligaciones éticas como administradores de los bienes del Estado.
Usar los medios que nos pertenecen a todos con fines propagandísticos que benefician solo a la élite que gobierna es tan inmoral como escribir para uno mismo en espacios que deben servir para la pedagogía social y la expresión plural de un Estado realmente democrático.
El omnipoder, siempre arrogante y atrapado en sus ficciones, no se da cuenta de que hace exactamente lo mismo que critica: aprovecharse de la prensa para aplaudirse frente al espejo.