Quienes insultan y denigran, ¿no comprenden que están dañando el honor ajeno? Quienes propagan el odio y el resentimiento, ¿no comprenden que están incentivando un absurdo enfrentamiento entre grupos humanos? Quienes persiguen y reprimen desde el poder, usando medios que la sociedad les ha otorgado para fines distintos, ¿no comprenden que están negando la libertad y sembrando miedos e incertidumbres? Quienes asesinan a nombre de una idea, de una religión o del estado, ¿no sienten el dolor de sus víctimas ni comprenden que atrás de cada vida hay otras -las de padres, hermanos, hijos, amigos-, con sus historias sencillas y vitalmente solidarias, que sufrirán su ausencia y se hundirán en la angustia y el desconsuelo?
Una de esas historias, humilde y simple como todas, ha sido narrada, con dolor y ternura, por el periodista francés Antoine Leiris, en ‘No tendrán mi odio’. El 13 de noviembre de 2015, en un atentado terrorista contra el Bataclan, en París, durante un concierto, fue asesinada Hèléne, su mujer. “El viernes por la noche -ha escrito- le robaron la vida a un ser excepcional, el amor de mi vida, la madre de mi hijo, pero no tendrán mi odio. No sé quiénes son ni quiero saberlo, son almas muertas”. La vida, rutinaria e indiferente, continúa: tiene que enfrentar el desconcierto inicial, aceptar la realidad devastadora de la muerte, cuidar al hijo de diecisiete meses, asistir al entierro, padecer y llorar su ausencia.
Pero el recuerdo de Hèléne sigue presente, intacto y fresco, acuciante como el dolor. “Ella estará con nosotros, allí, invisible. Es en nuestros ojos donde leerán su presencia, en nuestra alegría donde arderá su llama, por nuestras venas por donde correrán sus lágrimas”. No olvida su figura, su cuerpo, sus gestos, su sonrisa. “Era la luna. Una morena de piel lechosa, con unos ojos que le daban un aire de lechuza asustada y una sonrisa en la que cabía el mundo entero”. El paso del tiempo, insensible y ciego, no desvanece su imagen. “Ella era el verano. Cálida, viva. Unas veces aplastada por una canícula que la agobiaba. Otras, amenazada por una tormenta de última hora de la tarde. Pero una estación de libertad”.
Esta corta y triste historia, sobria y sin desbordes sentimentales, nos incita a la solidaridad, nos conmueve, nos hace reflexionar y nos deja una enseñanza de optimismo: al final, los hacedores de odios y resentimientos, los cultores del dolor y de la muerte, los negadores de la luz y de la vida, los destructores del hombre desvalido y sufriente, del balbuciente manojo de esperanza que somos, barro sensible y pensante, serán derrotados. “Responder al odio con la cólera -concluye Antoine Leiris- supondría ceder a la misma ignorancia que los ha convertido en lo que son. Quieren que tenga miedo, que mire a mis conciudadanos con ojos desconfiados, que sacrifique mi libertad en aras de la seguridad. Han perdido”.