‘No es un libro, son páginas recopiladas en el tiempo, en los sueños de cada día…”, dice la dedicatoria de este libro bello y amargo, escrita en letra extendida, abierta, como hileras de niñas tomadas de las manos, unas; de manos libres, otras; letras que juegan, como los rostros-humo de muchos cuadros de Rafael Díaz Recalde, como las líneas traviesas, amargas, de sus dibujos, como tantas de sus figuras humanas en trazos de sombra y ápices de luz, completas en color hasta la ironía y el amontonamiento, o incompletas y rotas. Ama la vida hasta el tope, hasta la raíz, la ha dedicado al único poder cuya adicción redime, el de la creación; colores de los días, matices de expresión de cada rostro, sabores, olores, la materia que toca, la palabra, la música. Sabe de los alimentos desde su principio, la infancia en Urcuquí: “el arte es como la cocina: apetito, trabajo, sabor, placer; con mi padre pastábamos la yunta a las dos de la mañana, en esa helada, a las seis ayudando en el ingenio San José; era bueno, quería educarnos a los ocho hijos; con él araba, sembraba, cosechaba: cuando cocino, cuando el alimento está listo en el plato sé lo que recibo; y me fui, quería estudiar arquitectura y encontré hambre y soledad, pero también la amistad, la política, la lucha de la calle; vi que la adicción al poder es peor que cualquier otra, todos somos sus víctimas; y que el trabajo es necesidad vital, no las dádivas; con bonos no se ha salvado a nadie, a la gente hay que enseñarle a trabajar y decirle la verdad; quise salvar al mundo, que haya paz, me duele mi país, los niños palestinos, África, ando por el mundo con los ojos abiertos y no lo salvarán las mejores pinceladas ni todas las búsquedas ni arrepentimientos, pero la pintura es sabor, amargura, libertad de decir, de burlarme… (¡Sus rostros y sus historias!, uniones y separaciones, todo lo representa con sutil ironía, con rabia, con el dolor que desemboca en la alegría de ‘decir’, en la experiencia de lo distantes que estamos unos de otros, aunque todos nos parezcamos tanto)… El arte, este privilegio, este sabor extraordinario que me brinda la vida, mientras otros no tienen ánimo para soñar, es un proceso lento, no es carrera de velocidad, sino de larga resistencia. He pintado en Nueva York, en París, en Barcelona, en Berlín, he sido emigrante y he probado cómo sin residencia no existimos; logré ese hilo frágil de la ironía cuidando los estribos para no caer en el ridículo, entender el tema y plasmarlo en el lienzo. Saco a los esclavos de sus escondites, crítico a la iglesia, al poder, a los militares, ironizo y libero. Estoy contra la arrogancia del hombre y el descuido del planeta y consolido las páginas amarillas de la guía telefónica y me sirven de materia prima para temas de erosión, cabezas erosionadas, humo, algo, nada…