En la Constitución de Montecristi, 2008, se invirtió el direccionamiento de décadas que venía siendo, para la aproximación de los regímenes laborales del sector público –no solo de obreros, sino también de empleados- y del sector privado, impulsada en Constituciones anteriores, la de 1945 y siguientes, y en otros textos legales y reglamentarios.
Con la Ley de Servicio Público –año 2010- la diferenciación de derechos fue más notable, menos garantista para funcionarios y empleados del sector público. Los obreros del sector público se han mantenido en el Código del Trabajo, régimen en el que han estado, desde su expedición en agosto de 1938.
En una de las enmiendas constitucionales en trámite en la Asamblea Nacional se impone “unificar” a los obreros del sector público con los empleados del sector público, para que unos y otros queden fuera del Código del Trabajo.
Esto es, los que laboran en el sector público, sean empleados u obreros, tendrán menos garantías laborales que los que están en el sector privado.
¿Eso es justo? Quienes hemos hecho parte de nuestra vida laboral en el sector público, desde la condición de empleado y funcionario, y como autoridad, pensamos diferente. La normativa laboral debe ser en función del trabajador y no de quien es el empleador.
A excepción de la participación en las utilidades –que no las hay repartibles en el sector público- y de algunas condicionalidades en la contratación colectiva, en que los mandos del sector público no pueden ser “generosos” con recursos del Estado, lo ideal debería ser que no existan abismos laborales solo porque el empleador es diferente.
En un régimen poco amigable con los empresarios y empleadores privados, en que la expresión menos agresiva es que en estos prima el afán de lucro, y subiendo de tono se llega al repetitivo calificativo de “corruptos” para varios sectores empresariales, se le contrapone como virtuoso al Estado, que institucionalmente debe ser respetado, pero quienes actúan por este no pocas veces agreden a los que laboran en el sector público, más parecen capataces, porque saben que quienes viven de su sueldo y tienen desprotección jurídica son débiles ante las imposiciones, como los congelamientos de remuneraciones y las asistencias forzadas a movilizaciones o concentraciones políticas.
Mi constante de pensamiento y comportamiento ha sido y es que el esquema básico de derechos de los trabajadores debe ser siempre el mismo, pro-trabajador, y no diferenciarlo en anti–empleador, cuando se trata del sector privado, y pro–empleador, cuando corresponde al sector público, porque esto último lleva el riesgo de convertirse en patente de corso y abuso, manipulable por quienes circunstancialmente ejercen el poder, de cualquier ideología que sean.