El 20 de octubre de 2008 se promulgó la Constitución. Después de un largo proceso que comenzó en enero de 2007, con la expedición de los decretos ejecutivos que, al amparo de la Constitución de 1998, permitieron articular las consultas populares y los mecanismos políticos necesarios, la Asamblea Constituyente de Montecristi, revestida de plenos poderes, formuló un proyecto que, sometido a referéndum, recibió la votación suficiente. Han pasado dos años y ha corrido bastante agua bajo el puente. La acción política ha marcado la vida y la noticia. En esa perspectiva, ¿cuál es la provisional valoración de la “Constitución ciudadana”?
Algunas apreciaciones se pueden hacer, sin que, por cierto, agoten el tema. Son una exploración inicial.
1.- Pensando en el referéndum. Los dos años transcurridos han sido útiles para apreciar, con alguna serenidad, la naturaleza e implicaciones del referéndum de septiembre de 2008. Desde la teoría, el supuesto es que, en esa ocasión, el “pueblo” habría actuado como legislador directo, y que, mediante el voto, se habría auto impuesto un régimen constitucional distinto del vigente hasta entonces. La realidad señala, sin embargo, que la mayoría sustancial de los ciudadanos votaron sin conocer el “proyecto” encerrado en la Constitución. Votaron en realidad por la propaganda y por los lugares comunes típicos del discurso de difusión electoral. Salvo algunos temas que trascendieron del precario debate que se hizo en Montecristi, los demás se han ido aclarando y develando recién en los últimos dos años. Parte sustancial de los asuntos aún no han sido asumidos por la comunidad; lo serán a medida que se expidan las leyes orgánicas que articularán el modelo, y según se apliquen las “políticas” y la planificación, que son los dos brazos del poder discrecional del Régimen ultra presidencialista que se impuso. A medida que ocurren los hechos políticos, la Constitución va apareciendo como una sorpresa. El legislador colectivo del referéndum, el pueblo, cuando votó, no pudo desentrañar el ovillo, pasará algún tiempo para que eso ocurra.
2.- La Constitución bipolar. El texto constitucional entraña una tensión, que algún día deberá resolverse, entre: (i) el poder presidencial, la fortaleza de las políticas y la fuerza de la planificación, de una parte; (ii) y por otra, el garantismo, la proliferación de los derechos constitucionales y de las acciones que los protegen. Esa contradicción esencial alude a un conflicto larvado entre la condición expansiva y profundizadora del poder político, y los “poderes” ciudadanos: los derechos y sus amparos. Esa tensión se resolverá institucionalmente, o por la vía de los hechos, a favor de cualquiera de los dos contendientes. Por lo pronto, la balanza se ha inclinado hacia al poder: varias leyes, especialmente la Orgánica de Garantías Jurisdiccionales y Control Constitucional, se han encargado de “modular” las reglas constitucionales y de blindarle al Estado contra potenciales mecanismos y acciones pro derechos individuales. En la misma línea de fortalecimiento del poder van la Ley de Educación Superior, la Ley de Medios y la Ley de Servicio Público. Se quedó en el camino la Ley de Aguas. Pese al principio “pro derechos” consagrado en los artículos. 3, 11, 424 y otros de la Constitución, la Asamblea Nacional ha inventado otro, el “principio pro poder” o “pro proyecto”.
3.- La tradición de la letra muerta. Si algún cambio se podía esperar en materia constitucional, era la superación de la nefasta tradición de la “letra muerta” o del “papel mojado”, de la falta de cultura jurídica, de la ausencia de compromiso para aplicar las reglas vigentes. Penosamente, más allá del “blindaje” al poder en que se empeña la Asamblea Nacional, la Constitución, en buena medida, va por la ruta firme del documento inocuo, verso lírico, breviario de buenas intenciones y de suspiros socialistas, nada más. En lo sustancial, no se cumple la Constitución, o francamente se la ignora, o se la modula con sentencias de la Corte Constitucional y de algunos jueces inferiores. El principio de aplicación directa e inmediata de los derechos y garantías es, otra vez, un cuento legal, una frase bonita y nada más. Léanse las múltiples sentencias en las acciones de protección: “tiene razón, pero va preso”, ese es el axioma que prevalece en varios temas, que van desde los derechos de los jubilados, desconocidos por actos del Estado, hasta las problemas ambientales.
4.- Lo que sí funciona bien. Lo que sí funciona y va viento en popa, son los verdaderos brazos del poder: la planificación y las políticas, protegidos y potenciados por un curioso régimen de discrecionalidad abierta, establecido en la Constitución.
Funciona también el “neoconstitucionalismo” en lo relativo a la libre interpretación de las reglas, casi siempre a favor del Estado; funciona la crisis de la legalidad inferior, que con la excusa de la aplicación de los “principios” se ha profundizado su crónica devaluación; rige, sí, la saturación judicial y la inseguridad jurídica. Funciona muy bien el presidencialismo. No funciona bien la Asamblea Nacional. En general, no funcionan bien las instituciones, y los conflictos comienzan a evacuarse por la vía de los hechos cumplidos, por la acción directa, por los actos de masas, por la fuerza mediática. Es decir, pasados dos años, la República no acaba de nacer y no acaba de articularse la cultura de legalidad.
5.- ¿Cómo hacer de la de la Constitución una costumbre social? Al cabo de dos años intensos, marcados por el protagonismo presidencial, por el tercer plano legislativo, y por la persistencia de la Constitución como papel mojado, cabe preguntarse, otra vez, ¿cómo hacer de ella una costumbre social?, ¿cómo incorporarla a la vida cotidiana, como pasar del librito en que nadie cree, a la vivencia que marca las conductas?, ¿cómo dotarla de “vigencia social”? Estos son, en realidad los temas esenciales. Lo más importante es dotar a las reglas de eficiencia y lograr que articulen en la sociedad, de modo que dejen de ser referentes puramente teóricos. De no hacer este empeño, de no preguntarse y responder con honradez estas cuestiones, corremos el riesgo de que la tradición de la letra muerta permita que los actos de poder y la fuerza de las consignas dejen en el camino el “garantismo”, anulen los derechos, menoscaben las libertades, y en lugar de ciudadanos, tengamos temerosos y sometidos clientes del Estado.