El día siguiente de la instalación del Congreso Ordinario, o sea el de 11 de agosto de 1911 hace un siglo, Quito vivió una jornada de tensión política casi insoportable. Desde muy de mañana se multiplicaban los rumores -las “bolas”- y no cesaban los ajetreos alrededor de los cuarteles, así como el ir y venir de los agentes y los comedidos que propalaban las más peregrinas versiones. Ya se habían escogido los dignatarios parlamentarios -la Cámara de Senadores y la Cámara de Diputados, entonces- pero todos esperaban un estallido que comenzó con extraña puntualidad al mediodía, cuando sonaron los primeros disparos, dando inicio a uno de los períodos más turbulentos en la memoria colectiva del Ecuador.
A la usanza de la época, sin el menor escrúpulo hacia la voluntad libre de los votantes -hay que recordar cómo todavía faltaban años para la irrupción de Velasco Ibarra, artífice de los comicios democráticos, desde hace meses ya se había proclamado mandatario electo de la República, a un empresario guayaquileño, Emilio Estrada Carmona. Durante el intervalo -demasiado largo- previo a la posesión del mando, habían surgido varios inconvenientes. Uno fue el conocimiento de que Estrada adolecía de una enfermedad del corazón y que no le era conveniente vivir en Quito a más de 2 800 metros sobre el nivel del mar. También otras preocupaciones estaban vinculadas con el carácter de Estrada y su falta de experiencia en cuanto a los vericuetos de la politiquería ecuatoriana.
A medida que se acercaba la fecha de transmitir el mando, y como al decir del personero del Senado, la mayoría de los legisladores estaba de acuerdo en anular la ‘elección’ de Estrada, Eloy Alfaro observó que una “decisión tan grave tenía que consultarle con los amigos”, según versión de un historiador serio, pero nada sospechoso de preferencias por los adversarios del régimen, como Jorge Pérez Concha: “Hicieron uso de la palabra la mayor parte de los ciudadanos consultados; pero unos en sentido contradictorio; en divagaciones elocuentes otros; sin embargo nada se acordó ni se resolvió”. “Por desgracia la indicada reunión sirvió para que en los corrillos populares se lanzara la especie de que el presidente constitucional, general Eloy Alfaro, se aprestaba a dar un golpe de Estado con el único fin de continuar en el poder”, sigue Pérez Concha.
En definitiva, ese crucial 11 de agosto, los disparos se dirigieron contra el Palacio de Carondelet, insuficientemente protegido, hasta el punto de que Alfaro solo pudo salvar su vida acogiéndose al asilo que Víctor Eatsman Cox le ofreciera en la legación chilena localizada sobre una de las esquinas de la propia Plaza de la Independencia; renunciando al ejercicio del poder y saliendo al destierro con la promesa de no intervenir durante dos años en política del Ecuador, dato clave para un análisis crítico de los terribles episodios que ocurrirían más tarde.