El tema de la corrupción es el talón de Aquiles del Gobierno. El año que terminó fue particularmente crítico para el oficialismo por la serie de denuncias y juicios abiertos contra sus funcionarios, especialmente luego de la revelación de los Papeles de Panamá, en abril.
El último capítulo se empezó a escribir hace dos semanas cuando el Departamento de Justicia de Estados Unidos reveló, en base a testimonios, que representantes de Odebrecht pagaron sobornos por USD 33,5 millones a funcionarios del Gobierno ecuatoriano, entre 2007 y 2016. Las prácticas corruptas de la firma brasileña se extendieron a 12 países donde la entrega de coimas fue sistemática para recibir contratos. La confesión de los ejecutivos de la firma brasileña han sido fundamentales para esclarecer los alcances de la red.
En la mayoría de países involucrados, sus autoridades iniciaron investigaciones y solicitaron más información a la Justicia estadounidense para ubicar a los responsables de los sobornos.
Pero en Ecuador, el Gobierno se puso a la defensiva. En un comunicado anunció que no aceptará, “sin pruebas ni beneficio de inventario, las versiones de los directivos de una empresa que se ha declarado culpable de actos de corrupción”.
¿Es el Régimen el llamado a descalificar las declaraciones de los máximos directivos de Odebrecht, rendidas dentro de un juicio? Según la Constitución y la Ley, la valoración de las versiones y otras evidencias dentro de un proceso judicial es una atribución de los jueces y fiscales. Ellos deberán sopesar los testimonios y buscar más evidencias siguiendo los pasos de sus colegas en Brasil y EE.UU., donde los sobornos ya han sido confirmados. Este antecedente es clave pues muestra un patrón, un esquema similar que operaba a distintos niveles en varias naciones.
Una pista que merece analizarse con detenimiento es lo ocurrido con el proyecto San Francisco, donde precisamente se subordinó la lógica judicial al acuerdo con Odebrecht.