El día que Ecuador firmó el acuerdo comercial con la Unión Europea, el presidente Rafael Correa mostró su oposición al libre comercio.
El viernes pasado, mientras la comitiva del Gobierno ecuatoriano destacaba los beneficios del acuerdo que se firmaba en Bruselas, el Presidente insistía en sus reparos a la apertura comercial. Lo decía en un artículo publicado por Univisión, a propósito de los resultados electorales en Estados Unidos. Ahí coincidió con Donald Trump al señalar que ambos están preocupados por los efectos de la globalización.
Ese intento de marcar distancia, sin embargo, no le quita responsabilidad en la firma del acuerdo con la Unión Europea, que es más que un Tratado de Libre Comercio (TLC), pues no sólo incluyó temas arancelarios, sino también propiedad intelectual, compras públicas, servicios, etc.
Pese a eso, el mensaje que envió el Gobierno el viernes pasado fue contradictorio, como lo ha sido en la última década. El Presidente no comulga con el libre comercio, pero sus delegados en Bruselas destacaron varios beneficios del acuerdo: reglas estables para los empresarios, un mercado de 500 millones de consumidores, más inversiones en camino, etc.
Y al día siguiente de la firma, el Presidente dijo que no hubiera negociado el acuerdo con la UE, si no fuera porque a finales de este año terminan las preferencias arancelarias para que los productos ecuatorianos ingresen al mercado europeo sin pagar aranceles.
Correa y buena parte de su gabinete se sienten más cómodos con la políticas proteccionistas, aquellas que limitan la salida de dólares del país, las que aplican salvaguardias a los productos importados o las que ponen cupos a autos o celulares.
Pero el acuerdo con la UE implica liberar el comercio, lo cual obligará al Gobierno a priorizar las exportaciones, a mejorar la productividad, a trabajar de la mano con los empresarios, lo cual demandará un giro radical en el modelo aplicado en la ultima década.