La participación del contralor Carlos Pólit en supuestos pagos ilegales relacionados con el caso Odebrecht desató reacciones a todo nivel, especialmente en la Asamblea desde donde se pide su enjuiciamiento político.
Es la primera vez en los últimos diez años que los legisladores de la bancada oficialista hablan de un enjuiciamiento. En este período la palabra fiscalización pareció estar vetada en ese espacio, pese al sinnúmero de casos de corrupción denunciados por la prensa y por contados asambleístas opositores, denostados por el anterior Gobierno.
Los partidos de oposición –y eso llama menos la atención- también exigen que Pólit rinda cuentas, al igual que el vicepresidente Jorge Glas, por la participación de su tío, Ricardo Rivera, acusado de gestionar obras para Odebrecht con el pago de coimas.
El engranaje para nombrar a las autoridades de control, entre ellos el actual fiscal Carlos Baca, fue armado por Alianza País. El puntal de esta estructura es el Consejo de Participación Ciudadana, que designó a figuras que tenían un denominador común: ser afines con el oficialismo. Esa lógica no solo desgastó la credibilidad de ese organismo. Sobre todo, minó la confianza de la comunidad en su papel y en el trabajo de las entidades de control. Cabe preguntarse cómo operaba todo el esquema de auditoría.
Las dimensiones que se empiezan a conocer sobre la red de sobornos que Odebrecht tenía en Ecuador, con la colaboración de funcionarios públicos, muestran un cuerpo social en plena descomposición. Curarlo requiere de una cirugía mayor, como ha señalado en varias ocasiones el presidente Lenín Moreno.
No obstante, el tratamiento que el gobierno empezó a darle a la lucha anticorrupción -con la creación de un frente integrado por una mayoría oficialista- equivale a enfrentar un cáncer con píldoras antigripales.
Hacen falta cambios estructurales, esquemas transparentes de contratación, prevención, entidades independientes. Una estrategia transversal del gobierno y la sociedad civil.