Monseñor Julio Parrilla

Al amparo del derecho

El pasado viernes, 10 de diciembre, celebramos el Día de los Derechos Humanos. Desde aquella Declaración Universal por parte de las Naciones Unidas (1948) ha llovido mucho, pero, gracias a Dios, aún en medio de injusticias, guerras y sufrimientos, se ha ido recorriendo un camino que no tiene vuelta atrás: los derechos humanos alientan el devenir de la humanidad y son la garantía de un futuro más feliz para todos.

De todo podemos hacer una lectura política. No porque nosotros la hagamos, sino porque la política está ahí, pendiente de múltiples sensibilidades e intereses. Que en medio de nuestras peleas nacionales o mundiales prevalezca la expresión “derechos humanos” me parece algo maravilloso. Muchas cosas que en otro tiempo eran excepciones o dádivas del poder hoy son simplemente derechos de los ciudadanos, fundamentales para humanizar nuestra vida y convivencia. Hablamos no sólo de justicia, libertad o democracia, sino también de salud, educación, alimentación, vivienda, empleo … como condiciones ineludibles para una vida con dignidad. Es fantástico que la gente piense y sienta que tiene derecho a todas estas cosas.

Y si hablamos de derechos humanos también lo hacemos de obligaciones. Una cultura de derechos humanos no puede separarse de una cultura de obligaciones humanas. Vivir inmersos en esa cultura nos obliga a cumplir la ley, respetar al prójimo, cuidar el planeta y promover la vida digna de todos, especialmente de los pobres y excluidos. Hay un principio de humanidad que lo abarca todo y que toca de cerca nuestras relaciones políticas, sociales, económicas y culturales. No es un tema reservado a los políticos profesionales sino extensivo a todos los ciudadanos, a cuantos queremos que el mundo sea casa habitable, cálida y confortable para nosotros y para cuantos vendrán después.

Cuando el individualismo domina nuestra vida, la invocación de los derechos humanos puede ser también una excusa para asegurar el propio bien y olvidarse del resto. No es ese el espíritu de la Declaración. Si, además, somos creyentes en Dios, el respeto y la promoción de las personas se convierte para todos en una aventura colectiva y fraterna. Nunca estaremos bien y la paz social se verá siempre amenazada mientras los que viven a mi lado estén mal. La evasión fiscal, pongo por caso, no es sólo un tema jurídico o legal: deja en la cuneta de la vida y del desarrollo a los empobrecidos del mundo, a los hambrientos de pan y de esperanza.

Trabajar a favor de una cultura de derechos se vuelve muy difícil si no hay, al mismo tiempo, una cultura solidaria. Los medios de comunicación social nos ayudan a ver en tiempo real y a comprender la terrible inequidad que marca la vida del mundo y, sin salir de casa, de nuestro Ecuador. Declaraciones, constituciones y leyes nos sitúan ante la necesidad de una mayor coherencia y, por supuesto, solidaridad.

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