Afirmábamos la semana pasada que el “amor vital” es el “eros”, no el “romántico”. Y lo es siendo que éste conforma una “creación” antojadiza en que el rol preponderante viene dado por advertencias religioso-burguesas atentatorias de la razón, al tiempo que miran en el sexo vergüenza, tentación impúdica y repulsión. En el espiritual, válido en tanto no sea hipócrita-moralista, confluyen valores individuales de la persona que, sin embargo, escapan de las apetencias antropológicas del hombre sin perjuicio de ponderaciones místicas, defendidas por seres pedestres en ontología.
El alemán M. Scheler habla de la “simpatía sexual” a título de un “instinto” análogo con el apetito y el hambre. Podemos tener hambre pero si el alimento a ingerir deja de despertar deseo, podríamos inclusive abstenernos de saciarla. Lo mismo sucede con los amores. Por su lado, D. Hume (filósofo escocés) sostiene que el sexo es la causa del apetito y que por tanto el reflexionar sobre él basta para excitar la avidez.
Es una realidad de dos facetas. El amor sexual requiere indefectiblemente que la persona genere apetito en nosotros; en caso éste no haga presencia, por más deseo que tengamos, el sexo no llegará. Asimismo, el amor espiritual difícilmente se consumará a menos que la contraparte avive nuestra “ansia” carnal. De allí que el “dejar de amar” no siempre se manifiesta en abstinencia sexual con el ser antes amado. El acto sexual es, para la filosofía, una iniciativa expresiva en la cual – más allá del erotismo – pueden o no concurrir factores sentimentales.
La incomprensión de lo expuesto lleva al hombre – varón o mujer – a considerarse “traicionado” ante la sola relación sexual de la pareja con un tercero, lo que al margen de cualquier miramiento ético es uno de los prejuicios metafísicos en torno al amor, que también mito. La razón impone la necesidad de razonar. Es imprescindible auscultar siempre lo que está detrás de los comportamientos del ser humano. Si limitamos el análisis a las formas seremos puros simplones.