Un lector, que me escribe sobre mi artículo anterior -‘Amnistía, ¿justicia o política?’-, me dice que, al pronunciarme por la improcedencia de la amnistía planteada por el dictador de Carondelet, he considerado culpable a Alberto Dahik y he justificado la persecución política. No es así. El contenido de mi nota, en mi criterio, es claro: al realizar un análisis estrictamente jurídico, sin expresar ningún juicio sobre los actos de las personas involucradas, he denunciado nuevamente uno de los comportamientos aberrantes que más daño han causado al país: la subordinación del sistema jurídico -Constitución, leyes y administración de justicia- a intereses políticos inmediatos y coyunturales.
El actual texto constitucional, que considero incompleto y deficiente, es no obstante claro: la Asamblea tiene, entre otras atribuciones, la de “conceder amnistías por delitos políticos e indultos por motivos humanitarios”, siempre y cuando no hubieren sido cometidos “contra la administración pública”. ¿Qué delito político ha cometido Alberto Dahik? ¿No está acaso enjuiciado -no es el momento de analizar si justa o injustamente- por un delito común contra la administración pública? En estas circunstancias, planteo a mis lectores la alternativa de siempre: ¿se respeta la Constitución o se siguen aplicando sus normas, como en otras ocasiones, según intereses políticos ocasionales e inconfesados?
¿He justificado en alguna forma, en ese artículo o en otro, la persecución política? Todo lo contrario. En innumerables ocasiones he afirmado que en el país, siguiendo los tradicionales procedimientos de regímenes totalitarios, la persecución política, hipócrita y velada, ha adquirido desde hace mucho tiempo y en varios casos oscuros tonos de perversidad: se acusa al opositor, al crítico incómodo, de un delito común. Los objetivos son evidentes: surgen dudas acerca de la honestidad de su conducta, se lo transforma en un simple perseguido de la justicia ordinaria por actos de corrupción, se lo descalifica y desprestigia, se le quita toda clase de respaldo y su disidencia pierde legitimidad.
En un auténtico Estado de Derecho -tengo que insistir en este criterio- los intereses políticos están subordinados al sistema jurídico. Lo político está cometido a lo jurídico. La ley no puede aplicarse según las simpatías hacia las personas involucradas o los intereses circunstanciales del poder. El cambio -el verdadero cambio- en el país se dará cuando todos, gobernantes y gobernados, cumplamos estrictamente la ley. Cuando todos podamos ejercer libremente nuestro derecho inalienable a la crítica y la disidencia. Cuando el poder no manipule la ley para perseguir y silenciar. Cuando, en un ambiente de plena democracia, cualquier forma de persecución política haya desaparecido para siempre.