El que amaba la libertad

Fue como un cuento. En diciembre de 1989, súbitamente, Vaclav Havel se convirtió en presidente de Checoslovaquia. En pocas semanas pasaba desde la más absoluta indefensión a la cúspide del poder.

En la tercera semana de noviembre había comenzado la Revolución de Terciopelo. Las calles y las plazas se llenaron de personas que, finalmente, manifestaban lo que creían del sistema comunista. Comenzaron las huelgas. El Régimen se desplomó. El comunismo real se había tornado en una creciente pesadilla. Havel le llamaba “Absurdistán”.

El 29 de diciembre es elegido Presidente por el Parlamento. Su figura se había agigantado al frente del Foro Cívico, organización que agrupaba, esencialmente, a escritores y artistas disidentes. Era el primer país que rompía la cadena moscovita e iniciaba el entierro de las supersticiones marxistas.

Y aquí vino lo bueno. Los agoreros pensaban que un escritor poco conocido, sin experiencia política ni burocrática, amante del jazz y del rock, bohemio y tímido, que había pasado casi toda su vida adulta preso o perseguido, sería incapaz de gobernar un país que mudaba de sistema y se enfrentaba a la inmensa tarea de corregir las arbitrariedades, errores y abusos cometidos en más de 40 años de dictadura comunista.

No fue fácil y en el trayecto, checos y eslovacos se divorciaron por mutuo consentimiento (algo que hoy parece menos traumático que entonces). El escritor inexperto resultó ser un gran estadista. ¿Cómo sucedió? Havel no conocía de leyes, pero conocía la injusticia. sabía delegar y escogía bien a sus colaboradores. Era, además, inteligente.

Havel gobernaría desde valores y principios. Su objetivo era devolverles a sus compatriotas el control de sus vidas, la posibilidad de tomar decisiones sin miedo. El pragmatismo casi siempre es el disfraz de los oportunistas y los inescrupulosos. Una de sus últimas obras resumía su concepción de la política: el arte de lo imposible. Por eso Vaclav Havel me honró con su trato solidario. Cuando era Presidente me recibió en Praga, en el Castillo, públicamente, para subrayar su respaldo a los demócratas cubanos y su repudio a la dictadura de Castro. Creía que los ex satélites europeos tenían una obligación moral con las víctimas de la última tiranía marxista-leninista de Occidente. Habían sido hermanos en el infortunio y debían salvarse juntos. Cuando dejó la presidencia organizó un Comité Internacional por la libertad de Cuba y me convocó a Praga para que presentáramos juntos un libro del gran poeta cubano Raúl Rivero, entonces preso en la Isla. Lo hicimos en un café, como cuando él luchaba contra la dictadura checa. Ya estaba enfermo, pero los ojos le brillaban con fiereza. Era el fuego de la libertad.

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