De la magnificencia de aquella ciudadela griega que en la antigüedad fue un santuario dedicado a Zeus y sede de las olimpíadas, el más célebre de los juegos panhelénicos, no queda sino un conjunto de ruinas esparcidas entre la maleza y unas cuántas columnas monumentales y regias que tercamente se yerguen desafiando el disgregador embate de los siglos.
Situada en la costa occidental del Peloponeso, en el valle del río Alfeo y rodeada de un apacible bosque de olivos que, según la leyenda, fue sembrado por Hércules, Olimpia es un lugar privilegiado que comunica sosiego y paz a quien lo visita. Paisaje sereno que se abre entre el azul intenso del cielo y lo verde de la Naturaleza, paraje iluminado por un sol candente y apolíneo, Olimpia es uno de esos pocos lugares sagrados en los que el alma se siente conmovida, sobrecogida por algo que flota en el aire, algo que nos revela que ahí late el espíritu.
¿De dónde procede ese hálito misterioso que emerge de esas nobles ruinas y del bosque circundante? El rumor del viento entre los árboles despertó en mí vivas emociones, imágenes que llegaban de un remoto pasado cuando Olimpia era el gran escenario de la gloria deportiva, el campo del honor en el que jóvenes atletas, adoradores de la perfección del cuerpo, competían en fuerza, valor y coraje en busca de la fama, la sencilla corona de laurel, la ovación de la multitud, abigarrado gentío que a Olimpia acudía desde las más remotas ciudades de la Hélade.
Píndaro, el celebrado poeta de Tebas, siempre estuvo aquí para encomiar el triunfo del atleta. Toda fama será siempre pasajera, como pasajero es el tránsito del hombre bajo el sol y pasajera esa flama que la habita; solo la gloria de los inmortales dioses es imperecedera. Después de todo, el poeta se pregunta ¿qué es el hombre? Mas, reflexionar sobre el ser humano, «esa criatura de un día», conducirá a Píndaro a pensar en la insignificancia de ser mortal, ya que el hombre, para él, no es sino «el sueño de una sombra».
Grecia nos dejó un legado que pervive en el tiempo y permanecerá para siempre en nosotros, pueblos latinoamericanos, pueblos nuevos forjados a fuego en el yunque ibérico, pueblos formados bajo la doble impronta de Atenas y Jerusalén. Latinos somos sí, mas latinos de América y como tales, occidentales y mestizos. Y por ello, porque Atenas nos llega por los caminos de Castilla, sembrados llevaremos siempre en nuestro espíritu el mandato socrático del «conócete a ti mismo»; la eterna incógnita de Edipo por saber quiénes somos y de dónde venimos; la perplejidad de Heráclito ante a lo inasible del tiempo y la fugacidad del río que pasa para jamás volver; la flecha alada de Zenón y el ser inmóvil de Parménides y por algo que nos marca y nos define, este sentimiento trágico de la vida. (Del libro: J. Valdano, “Tras las huellas de Odiseo” 2021).