La vida se ha convertido en una infinita algarabía, en un tumulto agresivo que desmiente la hipótesis aquella, cada vez más distante y extraña, de lo que algún día se llamó con petulancia la “sociedad civil”. Lo que alguna vez fue diálogo, ahora es un concurso de quien grita más y de quien escucha menos, de quien se apropia del mundo, de quien ignora, de quien ignora al otro; de quien se impone sin ceder un punto de razón a nadie. El hilo argumental de la convivencia está envenenado en estos tiempos por las negaciones, los miedos, las ventanas cerradas, las miradas en otra parte, la desconfianza que impone el peligro. Y por sobre todo eso, la burlona paradoja de la “ciudad para vivir”, que se repite hasta convertirse en sarcasmo. Y por sobre todo eso, los villancicos convertidos en trampa comercial.
En las calles, al rumor de los motores se suma el estruendo de la propaganda. Altavoces y pitos, ofertas de vendedores ambulantes, promociones comerciales, gente sumida en el torbellino de correr, comprar, llegar a ninguna parte. Masas presurosas, tumulto de anónimos y comunidad de desconocidos. Pasajeros apretados en autobuses, cada cual metido en su mundo, cada cual extraño y distante. Transeúntes agobiados por la tiranía del reloj. Pero, en medio de todo, los luchadores por el pan de cada día, los que llevan dentro de sí la ilusión de llegar a casa, de compartir, de hablar de su minúsculo drama, de su irrevocable esperanza, de su gratuito dolor. En medio de todo, las personas, los niños, los ciclistas que, vistos fuera de la vorágine, vistos como dimensiones humanas, proyectan con su esfuerzo la fe contagiosa de seguir, de vivir, de hacer de cada casa un mínimo palacio de paz.
Miro a la ciudad enfiestada y me pregunto si será preciso meterse en el baile y entonar el cachullapi para ser como tantos seres que labran su entusiasmo cotidiano en la fábrica, en el rigor de la oficina, en el desamparo de las esquinas. Para ser como esa mujer que, con la sonrisa en la cara y el hijo pequeño de la mano, enfrenta con alegría contagiosa su destino de ser madre; como ese ser anónimo que se queda mirando a la cordillera, como nostálgico, embelesado quizá por el recuerdo de algún pedazo de campo; como el estudiante que coquetea; como el lector que hojea su libro haciendo abstracción del tumulto y el griterío. Me pregunto cómo es posible el pesimismo entre tanto entusiasmo escondido, entre tanta afirmación por la vida, entre tanta esperanza y tanta fuerza.
Miro a la ciudad y me digo que esa selva de cemento y de autos es, sin embargo, el lugar que nos correspondió para vivir. Y es el hogar de los miles de callados entusiastas que sobreviven al ruido, al miedo, a la inseguridad, gracias a su vocación por la vida, a su afecto a las cosas simples, a las mínimas ilusiones que permiten seguir adelante sin dejarse llevar por la negación, por la propaganda, por la desilusión. Pese a todo, el sol asoma y deja su luz en cada esquina.