Álex es un muchacho robusto y alegre de ojos vivaces que se agigantan detrás de unos gruesos lentes de aumento.
Debe rondar los veinte y cinco años, a lo mejor algo más. Nació con una enfermedad degenerativa que lo mantiene postrado en una silla de ruedas. Lo conocí hace algunos días en una fiesta. Llegó con un tropel de amigos alborotadores y parranderos, que bailaron todas las canciones posibles hasta el final cuando no quedaban más invitados que ellos mismos. Por supuesto, Álex también bailó. Y no solo que bailó, sino que fue el centro de atención de sus amigos que, por turnos, danzaban y hacían piruetas con él y su inseparable silla en la pista de baile.
Más tarde, intrigados por ese chico que disfrutaba de la fiesta (a pesar de sus limitaciones) gracias a la cooperación de la banda de amigos, conocimos la sobrecogedora historia de Álex que, en pocas palabras, tiene una vida de postración perpetua y una familia de escasos recursos económicos que, con el paso del tiempo y el crecimiento del joven, tampoco ha conseguido ayudarlo en sus necesidades más básicas.
A sus amigos, un sui géneris grupo de estudiantes de la Universidad de las Américas, UDLA, los conoció hace años en el modesto bar ubicado frente al campus, en el que Álex vende bebidas, dulces y sánduches para ganarse la vida. Los conoció todavía con sus caras de niños, cuando recién habían dado el salto a la mayoría de edad y pensaban que el mundo había sido creado para rendirse a sus pies. Y, asumo que, desde entonces, se forjó esta relación que resultó ser mucho más que una amistad pasajera, pues Álex conoció en ellos, quizás por primera vez, lo que es sentirse amado, protegido y cuidado por otras personas.
En alguna ocasión estos muchachos emprendieron una campaña para adecentar el bar de Álex.
Luego hicieron todo lo posible por incrementar la “clientela” del bar entre los universitarios. Lograron muchas cosas en realidad, pero, por sobre todo, consiguieron que la vida diaria de Álex fuera lo más digna posible.
Cuando escuché la historia solo pude pensar que todos estos jóvenes eran dignos de admiración, respeto y, ojalá, de imitación. Y no importa que entre ellos hubiera alguno que dedicó más tiempo a las labores cotidianas de aseo de su amigo, a ayudarlo a ir al baño o atender a los clientes con celeridad, cosas que a Álex se le dificulta hacer por sí mismo, y que, en muchos casos a nosotros nos costaría hacerlo incluso con nuestros familiares.
Y tampoco importa si sus nombres son Felipe, Pablo, Martha o María, o si se reconocen entre sí como el “Pollo”, el “Loco” o el “Gordo”.
Lo que realmente importa es que Álex cuenta en su vida con este grupo de ángeles, y que nosotros conocemos algo más, aunque sea desde lejos, de lo que es el verdadero amor.