Ese es el título de la primera novela de Benjamín Ortiz Brennan. Magnífico libro y bienvenido, porque era casi un deber que un periodista de su trayectoria –cronista de El Tiempo, director de noticias de Ecuavisa, 17 años director del diario Hoy y otros 17 director de su propia agencia de comunicación estratégica– y de su valía nos diera un libro que perdurara en el tiempo más que las evanescentes crónicas y editoriales periodísticos.
La novela cuenta dos historias: una durante la primera presidencia de Gabriel García Moreno (1862-1866) y otra en tiempos de Rafael Correa (2011-2015). Al intercalar los episodios, Ortiz Brennan va haciendo un paralelismo ingenioso entre dos generaciones de la misma familia, muy separadas por tiempo y circunstancias, pero unidas por la sangre y la casa en que habitan, en el barrio de San Marcos, en Quito, en cuyo patio crece un centenario árbol de magnolia.
Las dos historias parecen cumplir la antigua observación de Karl Marx de que “la historia ocurre dos veces: la primera como tragedia y la segunda como farsa”, pero no porque el autor o los personajes participen del marxismo, sino por el contenido y el tono de cada historia. La primera, escrita en tercera persona por un narrador omnisciente, tiene un tono serio y reposado, y cuenta la petite-histoire, de tres familias, de tres clases sociales diferentes, los Barba, los Lozano-Barba y los Merizalde, y los contradictorios lazos que las van uniendo, mientras al fondo se desarrolla la grand histoire de García Moreno, sus luchas y desafueros. Se destaca la figura de Nicolasa Lozano B., la menor de las hijas de un médico, sus preñeces, su matrimonio y sus tragedias.
La contemporánea la narra en primera persona Miguel Merizalde, ingenuo burócrata del Ministerio de Salud –encargado nada menos que de las fórmulas matemáticas de la Caja de Herramientas para la Salud Mental del Buen Vivir–, en capítulos muy cortos, a veces de un solo párrafo, que cuentan la farsa que es la vida en tiempos actuales. Incluso le toca ir a Guayaquil a una de las sabatinas, mientras su antecesor estuvo en la batalla de Jambelí. Como dice el cornudo, estafado y derrotado personaje, “envidio al otro Miguel Merizalde, muerto en tiempos heroicos, en contraste con los míos, vulgares y puteros”.
Por el dominio del arte de narrar, la obra de Ortiz (que no es mi pariente, pero sí compañero de aula, amigo y colega), se lee con placer. En un gran fresco multigeneracional, brotan agudas observaciones sobre la historia ecuatoriana, la estratificación social, los perjuicios familiares, la decadencia política y moral. Y no por disquisiciones filosóficas ni aburridos soliloquios, de los que felizmente carece, sino como resultado de la propia narración. Un libro interesante y fresco, que ojalá anuncie muchos más.