Lo malo de los populismos es que siempre terminan provocando distorsiones: cuando la economía crece y también cuando se contrae.
El origen de aquel círculo vicioso está en que los populismos se niegan a aceptar esta verdad sencilla pero irrefutable: para crecer sostenidamente, un país debe (a) invertir en función de su capacidad de ahorro; y (b) importar en función de su capacidad para generar dólares.
Los populismos se han reído de estas restricciones presupuestarias evidentes –tonterías para gente con mentalidad de contador, han dicho que son– e instituyeron al derroche de los recursos públicos como el único instrumento para estimular el crecimiento económico.
Al principio, esa política funciona: la cantidad de dinero que se inyecta en la economía es tan grande que mantiene contentos y callados a todos los sectores de la sociedad. Unos reciben mucho más –los contratistas del Estado, por ejemplo– y otros mucho menos –la gente pobre que vive en el agro, por ejemplo– pero todos, en general, están satisfechos porque su capacidad adquisitiva crece.
Lo que nadie mira –o tal vez no quiere ver– es que esa bonanza ficticia se construye a base de un endeudamiento público agresivo y un saldo cada vez más precario de las reservas internacionales.
Cuando la capacidad de contratar más deuda se termina porque los ingresos públicos dejan de crecer o comienzan a bajar, el populista tiene su primera cita con la realidad: debe ajustar la economía para que no colapsen las finanzas públicas ni el sector externo.
Pero el populista tampoco hace bien su trabajo durante esta fase contractiva porque es incapaz de distribuir correctamente la carga del ajuste: comienza recortando los recursos a los sectores sociales que tienen menos capacidad de movilización, a los jubilados, por ejemplo.
Aún cuando la técnica aconseje que se cierre la brecha fiscal eliminando gasto corriente, deja sin tocar las prebendas de otros sectores, como los empleados públicos o la milicia, porque ellos sí tienen vocería y gran capacidad de acción política.
En vez de gastos corrientes, el populista elimina gastos de inversión porque cree que esa decisión tendrá un menor costo político en el corto plazo, porque supone que pocos se van a quejar de un proyecto que nunca existió. No importa que se hipoteque el crecimiento económico futuro; importa mantener la popularidad hoy.
El ajuste populista está fabricado con una lógica cortoplacista: no se centra en eliminar las causas económicas de los desequilibrios externo y fiscal –el excesivo gasto público– sino en paliar el temporal con recortes a los sectores políticamente inermes. Todo esto para poder llegar a las próximas elecciones con un nivel de popularidad no tan bajo.
@GFMABest