Va creciendo en ciertos grupos políticos y sociales un sentimiento misionero, una especie de vocación redentora, y la convicción de que están llamados no solo a legislar o a actuar políticamente, sino también a imponer un nuevo estilo de vida, a señalar lo que es virtuoso y lo que no lo es. Están inventando cómo debe ser el “nuevo hombre”, la nueva familia, la nueva economía. Están convencidos de que les eligieron para diseñar la intimidad de las personas y fabricar su felicidad. Están entrampados en el viejo error de creer que la política y el activismo es algo así como la religión, y que hay quienes tienen derecho, por haber descubierto la verdad, a convertir a los “infieles” y a imponer sus ideas, sin posibilidad alguna de debate ni oposición.
Esa “vocación misionera” no es compatible con la democracia ni con la libertad. No es compatible con la tolerancia. Sí lo es, en cambio, con la infalibilidad que se va extendiendo a todos los órdenes, con la presunción de certeza de que jamás se equivocarán, con la tendencia a despreciar el pensamiento de los otros. Producto de esa vocación es el novísimo estilo parlamentario según el cual a las minorías hay que soportarlas, porque no queda más remedio, y que los debates son apenas rituales para guardar las apariencias, es decir, lo mismo de antes, lo mismo que se combatió y se criticó.
Lo que preocupa, además, es la profunda y rápida devaluación que ha sufrido el concepto de “debate”, sobre el cual crecieron y prosperaron algunos personajes que ahora son los oficiantes de esa gran misa política a la que asistimos en silencio. El “debate” fue el hilo argumental, la razón de ser de tantos foros, seminarios, entrevistas y folletos que se hicieron y escribieron durante los años de la democracia “burguesa”, que, pese a todo lo que se diga, fomentó la capacidad de discrepancia, permitió el crecimiento de la clase media y creó una cultura de tolerancia en un país dogmático e intransigente. Sin embargo, desde que algunos “debatientes” llegaron al poder, la tolerancia se evaporó a velocidad asombrosa, y la capacidad de convencer se suplantó con la decisión de imponer y de decir, además, que la imposición es intocable, que es dogma de fe.
El problema está en que sin debate, no hay sociedad libre; sin la posibilidad de cuestionar, no se asegura la cohesión social ni se crean condiciones para la prosperidad. El “problema” está en que la democracia es un sistema poroso, flexible, incompatible con los sólidos sistemas autoritarios, donde todo está dicho desde ahora y para siempre. La democracia tiene la virtud de no establecer dogmas ni absolutos y de consagrar el derecho fundamental a pensar diferente, a vivir diferente, sin que los distintos estilos de vida y de pensamiento sean considerados pecados políticos, ni se conviertan en pretexto para la descalificación o la persecución.