De nuevo Ecuador es el centro de la atención mundial por malas razones. En esta ocasión, el dudoso honor se lo debemos a la desastrosa gestión diplomática del Gobierno que esta semana decidió acoger, en las instalaciones de nuestra Embajada en Londres, a Julian Assange, el oblicuo personaje que se rehúsa a comparecer ante los tribunales suecos, para responder a denuncias en su contra.
El desatino diplomático no sólo consiste en que la figura del asilo es un imposible práctico –Assange será apresado apenas saque su melena prematuramente blanca por la puerta de nuestra Embajada– sino en que, con aquella decisión inconsulta, Ecuador ha metido las narices en un litigio privado y, con ello, ha obstaculizado la administración de justicia en dos países europeos.
El abogado de las jóvenes suecas que acusan a Assange de asalto sexual –Bill Keller, ex editor de The New York Times dice que este personaje se negó a usar preservativos al menos con una de ellas– ha calificado de “tragedia” el hecho que Assange no se presente a responder las preguntas de los fiscales suecos. Las familias de la parte acusadora no entienden cómo es que un Gobierno ubicado al otro lado del mundo, del que jamás habían escuchado hablar, se atreve a impedir que sus hijas obtengan justicia.
Analistas consultados por The Guardian y The Times se lamentan que el Gobierno ecuatoriano haya aceptado estudiar el pedido de asilo de Assange a sabiendas de que ese personaje rompió la ley británica que le había concedido libertad condicional bajo una serie de condiciones específicas. Les parece inaceptable que se hayan pisoteado las leyes de un país amigo usando como pretexto la defensa de los DD.HH.
El hecho cierto es que Assange tenía plazo hasta el 28 de junio para presentar un alegato en la Corte Europea de Estrasburgo para evitar que le deportasen a Suecia. Pero en una movida más bien desesperada, el fundador de WikiLeaks prefirió aceptar la protección del presidente Correa y apostar por refugiarse en Ecuador, un país del que apenas tiene noticia.
Con ello, Assange ha conseguido defraudar a cientos de miles de personas que creían en su inocencia y también a los influyentes personajes que pagaron la fianza por su libertad condicional, casi 400 000 dólares que el Estado ya no les devolverá.
Mientras tanto, los jóvenes europeos, fanáticos de Assange, se han enterado que existe una republiqueta bananera cuyo Presidente gusta hacer viajes a Teherán y a Estambul para estrechar la mano del dictador de turno y fotografiarse sonriente con Gadafi, meses antes de que el sátrapa libio fuera masacrado por su propio pueblo. ¿Cómo es que Assange, el adalid de la libertad, tiene esas amistades?, se preguntan.