Adversarios o enemigos

Ningún partido o movimiento puede sobrevivir sin eso que hemos llamado "disciplina partidista". ¿Puede existir un movimiento político donde cada uno de sus miembros diga lo que le venga en gana y apoye o rechace cualquier iniciativa según su propio y particular criterio? Por supuesto que no.

Se espera que el miembro de un partido o movimiento juegue para el equipo y no para sí mismo, es decir que apoye los objetivos fijados por los líderes de la tienda política y que haga suyos los principios y valores de aquella agrupación.

El problema de la "disciplina partidista" es que, llevada al extremo, puede confundir la empatía política con la militancia sumisa y obsecuente. En ese caso, los líderes de partidos o movimientos dejarán de buscar "coidearios" y empezarán a reclutar sujetos no deliberantes que antepongan la lealtad a la honestidad, que acepten la verdad oficial a pie juntillas y, sobre todo, que obedezcan órdenes.

Esto ocurre cuando los líderes de esos movimientos o partidos miran a la política como una guerra, es decir como un juego de suma cero, donde alguien podrá ganar solo si el otro pierde. Es lo que Michael Ignatieff -exlíder del partido liberal canadiense y profesor de Harva rd- ha llamado la "política de los enemigos".

Quien interprete a la democracia como una guerra de facciones solo querrá la destrucción de su enemigo político porque, según esa lógica, la mera existencia de un contradictor ya constituiría una amenaza demasiado grave, un lujo que podría resultar muy costoso.

A la "política de los enemigos" Ignatieff contrapone la "política de los adversarios", una óptica que mira a la democracia como un juego colaborativo donde el contradictor de hoy puede ser el aliado de mañana. Bajo esta óptica, la existencia de una oposición no solo es factible sino incluso necesaria para la construcción de consensos.

Esos consensos se forman en torno a temas puntuales -fomentar la inversión en salud o combatir la delincuencia, por ejemplo- donde poco importa la ideología de los participantes. Es que el diálogo y la negociación se dificultan cuando cobran un matiz ideológico, porque las ideologías están hechas a base de artículos de fe que son inamovibles.

Para construir consensos se necesita argumentar y persuadir. Por eso es que bajo una "política de adversarios" los partidos y movimientos buscan personas inteligentes y creativas, con capacidad de razonar por sí mismas .

Los militantes obsecuentes -esos que sólo saben obedecer órdenes aun a costa de sus propias conciencias- dejan de ser necesarios porque la política ya no es vista como una confrontación sin paliativos, donde la victoria pasa necesariamente por la destrucción completa del enemigo.

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