Un espacio en el que la literatura y la historia se tocan, no siempre con éxito, es la novela histórica, donde se pretende recrear no solo los hechos sino también la subjetividad de los personajes históricos. Y aunque la objetividad de historia ha sido cuestionada desde los años noventa, sobre todo por el movimiento relacionado con el giro lingüístico, hay obras que son incuestionablemente superiores en el género.
Uno de esos casos es ‘Memorias de Adriano’, de Marguerite Yourcenar, quien en las cartas a sus amigos dejó testimonio de la rigurosidad con que emprendió la obra. En distintas misivas relata que fue escrita entre 1949 y 1951, aunque una década antes ya tenía sus primeras quince páginas y había concebido la forma en que la relataría: serían las memorias del emperador romano, quien analizaba su vida desde la perspectiva de la muerte que lo acechaba.
De todas maneras, había perdido el proyecto de vista y solo lo retomó cuando redescubrió el manuscrito en el fondo de un baúl que le fue enviado de Europa a Estados Unidos, donde residía, cuando retomó su escritura, que le tomó dos años y medio.
La rigurosidad de Yourcenar le hizo cuestionar incluso a historiadores cualificados, quienes presentaban hipótesis como hechos y hacían decir a Adriano lo que querían, mediante interpretaciones forzadas. Esto llevó a la autora a adquirir lo que llamaba una ‘pasión seca por la exactitud’, un afán de sinceridad para superar el desorden, la confusión y la falta de rigor intelectual.
Prescindió de un sistema deliberado de estilo, en aras de la exactitud. Por ello, en la revisión del libro hecha en 1958, el único añadido significativo que hizo fue agregar la bibliografía con la que había trabajado, pese a la hostilidad de los editores franceses de colocar ese complemento en una novela histórica, por considerarlo ‘pura y simple erudición’, pero insistió porque creía indispensable atacar la creciente ignorancia del público moderno sobre el mundo clásico.