En 1990 pedí ayuda a Adolfo Suárez. Suponía que el expresidente podía respaldar la democratización de Cuba. Tenía un inmenso prestigio internacional al haber encabezado la trasformación pacífica en España.
El Muro de Berlín había caído, las dictaduras comunistas europeas colapsaban una tras otra, mientras el marxismo quedaba minuciosamente desmentido ante los desmanes del socialismo real.
Suárez, además, presidía la Internacional Liberal, una de las federaciones ideológicas mundiales.
Llegué a su despacho con el profesor Raúl Morodo, su estratega y gestor político en la Internacional Liberal. Morodo había sido extremadamente solidario con los demócratas cubanos.
Pensábamos, con ingenua racionalidad, que Fidel Castro admitiría la inutilidad de sostener una dictadura de partido único y, buscaría enterrarla con un procedimiento similar al de España: ir “de la ley a la ley”. Cambiar las normas jurídicas, soltar a los presos políticos, respetar el derecho a la libre expresión y ampliar la participación electoral para que los cubanos, como hicieron los españoles con el franquismo, enterraran el comunismo. ¿Qué mejor garantía -le dije a Suárez- si el árbitro o asesor es quien había construido la transición española? Si existía algún interés de Castro, en 90 días podíamos –junto a líderes políticos y económicos del mundo libre– iniciar la transformación. No faltarían recursos, ilusiones y experiencia. Le llamábamos “el shock de la esperanza”.
Suárez escuchó con interés y nos ofreció su ayuda, pero mostró escepticismo sobre el resultado de las gestiones. Aunque simpatizaba con nuestras ideas, su intención no era ayudar a la oposición o al poder, sino darles una mano a los cubanos para que superaran el largo paréntesis de la dictadura.
Suárez y Morodo, finalmente, hablaron con Fidel, pero encontraron que éste repetía como un mantra dos colosales barbaridades.
La primera, que “Cuba se hundiría en el mar antes que abandonar el marxismo-leninismo”.
La segunda, que la Isla quedaría como una especie de Parque Jurásico marxista-leninista. Cuando la humanidad recobrara la razón, y volviera a las esencias comunistas, tendría un modelo práctico para organizar sociedades como la cubana.
Casi 25 años después, Fidel dejó un país destrozado a Raúl, quien, fiel al legado heredado, intenta crear un híbrido sistema totalitario con lo peor de ambos mundos: un socialismo sin subsidios y un capitalismo que prohíbe y persigue el crecimiento y la acumulación de capital.
Si Fidel no hubiera sido tan inflexible y le hubiese hecho caso a Suárez, Cuba habría realizado su transición y hoy estuviera a la cabeza de Latinoamérica.
Hemos perdido, criminalmente, otros 25 años.