Hace pocos días nos dejó Raúl Guarderas (Quito, 1932-2013). Se marchó sin avisar, embozado por los velos oscuros de una cruel enfermedad que, lentamente, marchitó su memoria hasta extinguirla. Se fue sin saber que se iba, aunque quizás ya se había ido del todo y sólo se había quedado por acá, entre los suyos, su cuerpo agotado de tanto vivir, despojado impunemente de esa alma campera, actora, letrada, graciosa, inmensamente feliz.
A la ciudad de Quito se le fue un personaje único: Raúl Guarderas fue chulla de cepa, chagra auténtico, teatrero pasional, escritor de múltiples voces narrativas, periodista serio y afinado, comentarista taurino, agricultor de vocación y bromista contumaz.
A su familia y amigos se les fue un padre tan firme como cariñoso, un esposo abnegado y un compañero de ley.
Nos abandonó una leyenda de Quito y sus alrededores.
Raúl fue el mentalizador del paseo del chagra, creador junto a María del Carmen, su esposa, del Patio de Comedias.
Raúl Guarderas fue el “Personaje Representativo de la quiteñitud según declaratoria de la Unesco en el año 2003; “Patrimonio Vivo de la Cultura Nacional” según reconocimiento que le hiciera el Municipio del Distrito Metropolitano de Quito y el Ministerio de Cultura del Ecuador en el año 2009.
Y sin embargo, por esas vicisitudes de la vida, se fue en silencio, sumergido a solas en su propio mundo de máscaras, cámaras y tablas, de pastizales con aroma a majada, de leche cruda y quesos frescos, de robustos caballos criollos; se fue luciendo sus zamarros de cuero y el poncho de lana gruesa, ocultando sus ojos ladinos bajo el ala del sombrero; se fue vistiendo corbatín y su traje de paño negro, sus elegancias citadinas y sus andares vaqueros.
Hizo mutis por el foro una vez más, pero en esta ocasión fue para siempre.
Ya no habrán más estrenos ni representaciones, han cesado los cantos y los monólogos, las serenatas y los ensayos. Se esfumaron las pinceladas de colores y los vuelos fantasiosos de cóndor sobre los páramos andinos, sobre su Yanayura y su Machachi, sobre la Mariscal y el Panecillo, sobre la casona de la calle 18 de Septiembre.
Aunque agobiado por el implacable olvido, estoy seguro de que se alejó siendo un hombre feliz.
Lo cobijaron en sus últimos momentos su esposa María del Carmen y sus cinco hijos. Allí, engreído por los suyos, entre los últimos besos y abrazos, se fue apagando como la llama que muere en un diminuto cabo de vela.
Y, esta vez, el propio Raúl se encargó de correr el telón, de arrumar la tramoya, de guardar en un viejo baúl los trajes y las pelucas, de ordenar los programas de mano y saldar la taquilla, se encargó él solo de apagar las luces y de cerrar las puertas y, tras una venia solemne, recogió de una vez todos los aplausos, una marejada de aplausos y vítores, chiflidos y jaleos, y entonces la audiencia completa se puso de pie y, finalmente, cerró los ojos.