Hace años, en la Europa del bienestar, se hablaba del crepúsculo de las ideologías… Lo cierto es que primaban los tecnócratas y parecía que lo único que se podía pedir a un político es que fuera un buen administrador público, un buen ejecutivo. Los ciudadanos ya sólo aspiraban a mejorar su calidad de vida, su poder adquisitivo, así como la eficacia, universalidad y, en el mejor de los casos, gratuidad de los servicios sociales.
Hoy, aquí y ahora, parece que ocurre otro tanto. El discurso político en tiempos de campañase llena de ofertas más administrativas que estrictamente políticas o ideológicas. Cada vez cuesta más identificar la sutil frontera entre derecha e izquierda. Quien más promete y mejor gestiona se lleva el pato al agua. Lo que importa es el buen vivir, no tanto como filosofía de vida, sino como capacidad de consumo. Quizá por eso la campaña electoral tiene más de marketing (sonido e imagen) que de debate de modelos y proyectos.
Para muchos, especialmente para los que han hecho de la política una profesión o una saga, subirse al carro del poder es sinónimo de este pragmatismo. Las utopías y los sueños han quedado encerrados en el baúl de los recuerdos, apenas aireados sobre la tarima cuando los líderes cantan aquello de que “habrá un día en que todos, al levantar la vista, veremos una tierra que ponga libertad”. La nuestra es una revolución oportunista y enlatada que apenas trasciende lo formal. De hecho, asistimos al espectáculo del discurso único y de la estética multifuncional Según lo exija el guión, pasamos del pañuelo de colores a la formalidad de la corbata o al trajecito de coctel con absoluta naturalidad. Palabra e imagen vienen impuestas por la coyuntura del contexto, del escenario o de los intereses inmediatos. Quizá por eso, tantas veces, una cosa es el discurso y otra, muy diferente, la realidad.
Se invoca a los pobres pero se vive muy lejos de ellos… Se denigra a los ricos, pero se forma parte de su mundo y de su estilo de vida… No hace mucho, una ilustre revolucionaria se solazaba con una fea expresión sobre lo que los ricos deberían de comer, olvidándose de la cuantía de su propio cheque mensual. Con frecuencia, los políticos se olvidan de que también en sus partidos hay clases y diferencias, los que arman la tarima y los que bailan encima de ella…
No sé si tocará decirles adiós a las ideologías, urgidos por el pragmatismo gris de la vida, pero no deberíamos de renunciar a las utopías, a los valores morales, a la ética, a la fe en el hombre como la primera de nuestras inquietudes. La urgencia política cede espacio a la globalización de la economía y de la cultura y se somete a sus dictados, de tal forma que la cultura dominante, con su ideología individualista y plana, acaba imponiéndonos el horizonte de nuestras vidas. Como cristiano, creo firmemente que el poder, todos los poderes, son relativos al bien común, a la dignidad humana, a la justicia y a la libertad. A tales cosas, mal que le pese a muchos profetas de desventuras siempre dispuestos a pescar en río revuelto, es imposible decirles adiós.