No sé quién empezó a circular la idea de que el Ecuador no sólo está enfrentando una pandemia de salud, sino también una pandemia de corrupción. Ojalá fuera sólo un oxímoron, pero va más allá. La existencia misma de corrupción –por mínima que sea- en medio de una pandemia global es el síntoma más evidente de que el tejido social ha perdido su más elemental principio: el respeto. Respeto por la vida de los demás y por la solidaridad mínima que debemos tener con los seres humanos que nos circundan. La ética del respeto por la vida, por la salud, debería ser inapelable, inalienable, irrenunciable. Y sin embargo aquí estamos como sociedad, viendo desfilar desde asambleístas y asesores que “manejan hospitales”, hasta bolsas de cadáveres y kits alimenticios con sobreprecio; viendo a un Gobierno que sigue usando el Estado para recompensar aliados sin mérito con cargos políticos innecesarios, mientras falta dinero para garantizar la salud en hospitales urbanos y rurales.
Nadie al parecer piensa dos veces antes de tomar acciones o decisiones que afectan a otros seres humanos. Hemos regresado al estado primitivo de la horda, donde lo único que importa es la sobrevivencia y bienestar de aquellos en el entorno familiar e inmediatamente cercano. Las dos últimas semanas han sido la mejor prueba de ello. No sólo por los casos de corrupción. Ni siquiera la Asamblea o el Gobierno han demostrado sentido de urgencia al tratar una ley humanitaria que parece morir en el intento. En lugar de usarla como un borrador para negociar, todos corrieron a defender su metro cuadrado, olvidándose de que la prioridad es la pandemia. Hasta clases medias y altas que se negaron a pagar cualquier contribución para ayudar a los más pobres y vulnerables a paliar los efectos de la peor crisis de la historia del Ecuador y, seguramente el peor del último siglo de la historia humana. Lo único se grita al unísono es “Nosotros decimos no”.
Tenemos que cambiar ya. La vida y la salud de todos, al presente y por necesidad, el futuro dependen de ello. Debemos ceder y conceder en la medida de nuestras posibilidades y, si de verdad queremos tener algún futuro, debemos reconstituir la confianza como país, visiblemente rota. Empezar a ponernos en los zapatos del otro. Entender los diferentes puntos de vista que están debatiendo, pero también entendiendo el entorno global en que vivimos. El mundo es ahora el limitante mayor, pues ni hay dinero de sobra para cooperación, inversión o desarrollo, ni estamos en un escenario donde la cooperación o el comercio siquiera están sobre el tapete. La segunda gran depresión pronto será una realidad, agudizada por la continuación de la guerra comercial, financiera y tecnológica entre las dos grandes potencias del planeta: China y Estados Unidos. En un escenario así, hay que escuchar a quienes quieren poner el hombro y llaman a un pacto nacional mínimo para seguir adelante. Es nuestra única posibilidad.