Lo sucedido con la suspensión de los festejos taurinos por las fiestas de Quito, pone en relieve un asunto latente en nuestra sociedad: no nos vemos como somos sino como uno u otro conglomerado anhela percibirse a sí mismo, aun cuando para ello tenga que negar la realidad. Hablar de una América que reproduzca lo europeo es casi tan anacrónico como pretender pensar que un territorio, en el que ha habido cinco siglos de presencia occidental, continúe como antes de la llegada de los colonizadores. Que los toros hayan servido para que algunos despistados enarbolen sus ansias de pertenencia ibérica, es un asunto que no tiene más trascendencia que constatar cuán perdidos pueden estar unos cuantos mestizos que, su sola conversación, delata su casi inexistente conocimiento de la verdad histórica. Pero la pretensión de borrar de la memoria colectiva todo rastro de cultura occidental, y particularmente peninsular, resulta a todas luces aberrante. Lo de las corridas de toros ha sido el pretexto y la contradicción está presente, pero algunos quieren encuadrarla como si fuese una pelea entre opresores y oprimidos.
Se busca negar lo que somos, un producto propio del encuentro de dos culturas. El nuevo americano, para bien o para mal, edificó las ciudades que ahora habitamos. Modificó la geografía y el paisaje. Alteró su vida y sus creencias originarias a las que incorporó elementos de otra cultura. Esos elementos que son orgullo de pertenencia de las mayorías, como la herencia cultural barroca reflejada en verdaderas joyas arquitectónicas, la música, la literatura, están empapadas de vivencias de las nuevas sociedades. Es impensable en la actualidad concebir una América sin la influencia de la cultura occidental.
Intentar volver a los orígenes resulta negar la existencia de ese otro encarnado en el mestizo. Apelar a consignas ideológicas para dar una categoría de lucha de clases a un festejo, refleja esa ansia por borrar todo vestigio de un bagaje cultural presente en innumerables expresiones diarias, empezando por el idioma en el que nos entendemos desde la Tierra del Fuego hasta más allá del río Bravo, cuando nos adentramos a esas vastas colonias en la potencia del norte. Hasta resulta gracioso que para los anglosajones la diferencia que se reclama por estos lares no existe, para ello todos son “hispanos”.
Todos estos sucesos dan cuenta de las dificultades que tenemos como países para percibir lo que verdaderamente somos, aceptarnos como tales y buscar un proyecto común. Parecería que la consigna es eliminar de la memoria colectiva la existencia de lo otro, de lo que sobrevino después de la conquista. Un aquelarre cultural como la revolución maoísta o la de Pol Pot, con millones de víctimas. Habría que decir, volviendo a las lecturas clásicas, nada hay más inhumano que negar la condición humana al otro. Y en eso parece que muchos están enfrascados con un ahínco inusitado.