En la última semana se ha producido uno de los debates más extraños de este tiempo de “revolución ciudadana”. El Presidente de la República decidió, uso de forma deliberada este verbo, limitar la facultad que tienen los asambleístas de solicitar de manera directa información a los servidores públicos; amenazando con la destitución a quienes sí cumplan con la Constitución. Dramática expresión de una acumulación de poder lograda, en parte, por la debilidad de las instituciones llamadas a controlarlo.
No deja de sorprender que varios asambleístas del oficialismo hayan justificado la decisión presidencial, algo que puede entenderse -pero no justificarse- por el temor a ser tildados de “traidores” al proceso, como sucedió en el pasado al oponerse alguno de sus colegas a una decisión presidencial.
En democracia pueden existir muchos requerimientos incómodos de información y en ocasiones puede abusarse de ciertas atribuciones, empero la respuesta a la irracionalidad o al abuso no puede estar fuera de la legalidad.
Hace pocos años obtener información era un reto a la paciencia y a la imaginación jurídica; cada funcionario actuaba como exclusivo propietario de sus archivos incumpliendo groseramente las reglas, como un derecho, el acceso la información pública.
Esta brecha entre norma y realidad originó un importante movimiento social que impulsó la aprobación de una normativa que garantizara el cumplimiento de lo declarado. Luego de varios años de presión, en mayo de 2004, entró en vigor la Ley de Acceso a la Información.
Sin que desaparezcan las dificultades, la nueva normativa permitió enfrentar al funcionario o dignatario prepotente que en el pasado estaba seguro al incumplir con la ley, unas pocas normas garantizaban el ejercicio del derecho.
En Montecristi se reafirmó el libre acceso a la información “generada en entidad públicas, o en las privadas que manejen fondos del Estado o realicen funciones públicas”.
El primer paso para controlar al poder, vigilar el buen uso de los recursos públicos y la corrección de la acción estatal es acceder a información del Estado, por eso a los ciudadanos y ciudadanas se nos garantiza ese acceso sin necesidad de explicar el qué o para qué la requerimos. Excepcionalmente se puede declarar la reserva o limitar cierta información al público. Los asambleístas, en tanto ciudadanos y responsables de fiscalizar, no precisan justificar sus pedidos de información, peor aún remitir sus pedidos por conducto del Presidente de la Asamblea. No existe regla que les obligue a ello. La Ley Orgánica de la Función Legislativa les reconoce, más allá de toda duda, esa facultad y no es verdad que la Constitución determine algo diferente.
Las normas rigen la actuación de los gobernantes, no es su voluntad la que determina sus potestades y obligaciones, nadie puede situarse por encima de la ley.