Una vez más, he asistido a una familia cuyo hijo, joven, sano y lleno de oportunidades, se ha suicidado. De madrugada, imagino que después de una noche desesperada, se pegó un tiro y dio por finalizada su aventura… Tenía 16 años.
Pareciera que la noche se prolongara después del canto de los gallos…Y es que la noche no es sólo un tiempo, sino un espacio en el cual velamos, vivimos y morimos, sin descubrir la luz que, entrañada en el alma humana, ilumina nuestra vida. Detrás de un suicidio hay siempre una gran oscuridad y, ciertamente, como en toda quiebra humana, un enorme misterio.
¿Qué hacer, qué decir, frente a los padres y a los hermanos desolados? Por mi parte sólo he querido transmitirles el sentimiento de la piedad. Viendo el cuerpo del joven eso es lo que he sentido, una inmensa piedad. Sólo Dios sabe los fantasmas que habitaban su mente, los desgarros de su corazón herido…
Cuando me sitúo ante el misterio del dolor, hace tiempo que he aprendido a no juzgar. Más bien he aprendido a compadecer esta condición humana tan limitada, tan frágil y desconsolada. Y es algo que he aprendido no solo de la mano de los hombres, sino de la mano de Jesús. Orando a los pies del pobre muchacho, me he acordado del salmo de Vísperas, tan hermoso, tan oportuno: “La noche no interrumpe tu historia con el hombre, la noche es tiempo de salvación”.
Cierto que el suicidio contradice la inclinación natural del ser humano a conservar su propia vida. Cierto que es contrario al amor del Dios vivo. Pero a pesar de ello, no podemos desesperar. Solo Él conoce el corazón humano… El corazón de un pobre hijo que, quizá, solo hizo lo que no supo evitar, lo que nadie pudo evitar, perdido él, perdidos todos, por las quebradas de la mente, por los atajos del mundo… Y no hay atajos. Cada uno tiene que hacer frente a la propia vida y andar su propio camino. Me pregunto si hoy la sociedad, la familia, la escuela… ayudan a los jóvenes a descubrir la propia verdad, a hacer la verdad en el amor, a luchar e, incluso, a sufrir por lo que se ama. Siento que muchas de las frustraciones que hoy experimentan los jóvenes pasan por una promesa, por una exigencia de excelencia que casi nunca se cumple. ¿Algún día entenderemos que más que exitoso, bello, rico… lo que importa es ser humano?
Cuando experimento con tanta fuerza el límite humano, siento que la compasión de Dios se agiganta. Siento que su misericordia es infinitamente mayor que nuestra miseria, que este límite y este dolor de ser hombres, apenas adolescentes, en la oscuridad.
No teman ni se acobarden. Su hijo será hijo para siempre en el corazón de Dios. Así lo siento. Así lo creo.